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Estatua de sal - por Eloyzinho

Me giré al escuchar sus pasos. El corazón me dio un vuelco al descubrir que se trataba de Erika. A pesar de haber transcurrido dos décadas desde nuestro último encuentro, si esa jornada me hubieran pronosticado que coincidiría con alguien conocido, ella habría sido la primera persona en quien habría pensado. Durante todos esos años, volver a verla había sido mi mayor deseo. Y también mi mayor temor.

Estaba de compras en la capital y, como me sobraba tiempo, antes de emprender el regreso había entrado en una de esas librerías impersonales, donde cualquiera de sus jóvenes dependientes podía recitarte el título, autor, año y ubicación precisa del libro que solicitases. Me hallaba distraído hojeando un catálogo de astronomía cuando miré atrás. Erika, la única persona a quien había amado de verdad, pese a que nunca me había atrevido a confesárselo, estaba a unos metros de distancia. Dicen que no es posible viajar en el tiempo. Pues bien, aquella tarde en aquel pasillo de aquella librería, yo viajé al pasado. No literalmente, claro. Experimenté una regresión similar a esas ocasiones en las que, al percibir un olor concreto, nos vemos arrastrados vertiginosamente a algún momento de nuestra vida que asociamos con ese aroma y que permanece grabado eternamente junto a él en la memoria. Reviví de golpe los días lejanos en los que me despertaba cada mañana rogando cruzármela por algún rincón de la facultad para, cuando así sucedía, no hacer otra cosa que bloquearme y soltarle la mayor tontería que se me ocurría a causa a los nervios que me dominaban, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Al final, sufriendo una insoportable sensación de derrota, acababa más hundido que si no me la hubiese tropezado, y se apoderaba de mí una frustración tan grande que de noche me costaba conciliar el sueño. Todos esos recuerdos sepultados bajo capas y capas de excusas, justificaciones y razones, brotaron violentamente como una riada al romper una presa. Su efecto fue análogo al de un puñetazo en el estómago: me quedé sin aliento y casi dejé caer el pesado tomo al suelo.

Erika aún no había reparado en mí, por lo que me limité a observarla. Los años la habían tratado bien; continuaba tan atractiva como cuando nos habíamos conocido. Lucía nuevas arrugas en su rostro y llevaba el pelo más corto, pero nada de eso le había hecho perder su encanto. Me alegró sobremanera comprobar que tampoco ella portaba alianza. Por mi parte, yo había madurado muchísimo desde la universidad y, aunque intentaba sin demasiado éxito disimular mi imparable calvicie, conservaba una forma física envidiable. A pesar de ello, teniéndola tan cerca me sentí de nuevo como el estudiante tímido e inseguro que había sido. Me debatí angustiado entre el ansia de hablar con ella y el impulso de huir.

Finalmente reuní valor y, bajo el estímulo de una descarga de adrenalina, me lancé a saludarla. Tras unos segundos de desconcierto, exclamó mi nombre y sus labios mostraron su inolvidable sonrisa. Respiré aliviado y enseguida fluyó la conversación: que si "vaya sorpresa", que si "hace siglos", que si "qué es de tu vida",… Propuse tomar algo en la cafetería de al lado y le pareció bien. Juntos disfrutamos de un rato agradable rememorando los viejos tiempos y nos reímos mucho. Sin embargo, a medida que se agotaban las anécdotas, cada vez eran más frecuentes los silencios, que iban alargándose hasta terminar resultando incómodos.

Atardecía cuando abandonamos el café. Insistí en acompañarla hasta su coche. De camino al parking pasamos frente a una tienda de arte y nos detuvimos ante el escaparate. Tenían expuesto un cuadro titulado “La mujer de Lot”, que retrataba el instante crucial en que la mujer vuelve la cabeza. Era una imagen perturbadora. Su expresión resignada transmitía la idea de que el desenlace fatal que le aguardaba había estado siempre escrito. Daba la impresión de que incluso lo deseara. Nada del mundo le habría podido impedir mirar atrás.

Al llegar al coche, quedamos callados sin saber muy bien cómo despedirnos. Optamos por dos torpes besos en las mejillas, exagerando un fingido entusiasmo entre vacías promesas de quedar alguna otra vez. Entró en el coche, cerró la puerta y emprendió la marcha lentamente. "Siempre te he amado, Erika, y siempre te amaré". No tuve suficiente coraje para averiguar si de la que se alejaba me echaría un último vistazo por el retrovisor. Preferí quedarme con el débil consuelo de la duda y cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.

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2 comentarios

  1. 1. Noemi dice:

    Me encantó, de veras. Es difícil que un relato corto te haga meterte en él tan rápido (al menos a mi que me cuesta centrarme). Sencillo (no rebuscado), íntimo, con traslado continuo a los sentimientos y emociones y ajuste de los mismos en el seguimiento del tiempo tenso.

    Tienes mucho potencial Eloy (al menos a mi me lo parece) y el valor de compartirlo me parece loable. Gracias.

    Escrito el 28 junio 2013 a las 14:18
  2. 2. Eloyzinho dice:

    Muchísimas gracias, Noemi, me alegro mucho de que te haya gustado 😀 Lo que más me anima es que soy consciente de que puedo escribir mucho mejor, y será divertido el proceso de ir descubriéndolo poco a poco 😉

    Saludos.

    Escrito el 30 junio 2013 a las 11:23

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