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Escalofríos - por J.Sfield

A pesar de llevar los ojos vendados, fue fácil adivinar que dejábamos la carretera para adentrarnos en un pedregoso camino. Cada canto se incrustaba directamente en mis riñones. Las manos atadas no ayudaban a mitigar las sacudidas.

No podía estar seguro de donde estábamos, el olor a marihuana y las risas y bravuconadas de los otros tres exaltados ocupantes del vehículo me saturaban la cabeza y me nublaban de cualquier información del exterior. Antón, Víctor y Jorge, el arregla-todo, que me habían sacado de la oficina amordazado. Poco después me quitaron la mordaza con la condición que mantuviera silencio. Tres flipados. A cual más raro. Sólo había cruzado dos palabras con Jorge. Una vez. Con los otros ni eso.

Una nueva curva a la derecha. El coche perdió velocidad y aparecieron dos puntos rojos suspendidos a tres palmos del suelo que traspasaron la venda de mis ojos.

–¿Estos no conocen el camino? –se sorprendió Víctor.

–¡Claro que lo conocen, vinieron conmigo a prepararlo todo! –respondió Antón desde detrás del volante.

–Voy a ver que pasa –Jorge abrió la puerta. Los demás callamos. Expectantes, ellos. Agudizando el oído, yo. Es curioso lo que puede llegar a mejorar la atención auditiva humana cuando llevas tiempo privado de la vista.

–¡Quieto, vuelve dentro! –el grito escapó de mis pulmones rasgando tráquea y cuerdas vocales. Ni pensé en que tenía prohibido hablar. Un silencio casi absoluto penetró al abrirse la puerta, a excepción de un gruñido casi inaudible, un susurro que, como la corriente de un relámpago, me recorrió la espalda bajando desde la nuca, y los brazos hasta la punta de los dedos.

Lo siguió un silbido que acuchilló el silencio y me taladró los oídos hasta clavarse en el núcleo de la cabeza. Y otro zumbido, ahora más grave, como el que hace un trapo viejo al rasgarse, breve pero intenso. Noté como Jorge entraba de nuevo en el coche. Se sentó bruscamente y se dejó caer hacia atrás. Su espalda me aplastó la cara contra la ventanilla trasera izquierda. Me salpicó un líquido denso y caliente. A Jorge lo zarandeaban unas extrañas convulsiones que me martilleaban contra la puerta. El fluido caliente y de olor dulzón resbalaba ya por mi pecho. Tenía que esforzarme por controlar las nauseas. Intenté quitarme al arregla-todo de encima. Imposible. No podía mover las piernas para catapultarlo lejos de mi. Las manos, atadas e inutilizadas entre su espalda y la mía tampoco me eran de ayuda.

Me estremeció el calor de un aliento nauseabundo y un sobrecogedor ronroneo acechando tras el cuerpo de Jorge.

—¡Dios, le ha arrancado la cabeza! —Antón, histérico, abrió su puerta y corrió como no habría hecho en su vida. Tras él desapareció el aterrador gruñido. Instantes después un grito, mitad aullido mitad quejido, hendió mis oídos.

–¡Víctor, ayúdame! ¡Víctor, tienes que desatarme las manos! –no obtuve respuesta del copiloto.

Forcejeé. Nada,. Iba a escapar antes el corazón de mi pecho. Estiré las manos hasta ponerlas bajo Jorge. Noté algo, debía ser su navaja suiza. Rebusqué con los dedos hasta pescarla. Casi me saco el hombro de sitio, pero conseguí desatarme y recuperar la visión.

Sangre. El rojo dominaba en todo el habitáculo, pero no me detuve a pensar. Desterré al amasijo aparcado a mi lado y salté al volante. El coche seguía en marcha. Víctor, inerte y mirando al infinito. Aceleré y rebasé al todoterreno que obstruía el camino, se contaban hasta cinco cuerpos a su alrededor.

Una vieja mansión se alzaba a unos cien metros. Paré, miré alrededor. Nada. <<Demasiada tranquilidad>> pensé. Di unos pasos hacia la casa. La sombra que nacía en mis pies ya tocaba la fachada del edificio. A mitad de camino aparecieron más sombras, advertí pasos amortiguados a mi espalda. Corrí. También aceleraron. A pocos metros de la entrada se iluminó todo. Se abrió la puerta y salieron dos gatas mientras una sensual melodía se apoderaba del sigilo nocturno. Se desnudaban al ritmo de la música. Me giré desconcertado. Allí estaban todos los de la oficina, disfrazados, riendose a carcajadas. <<¡Hijos de puta!>> no pude reprimir pensarlo. Me abrazaban, mi ritmo cardiaco se iba normalizando. Todo había sido una broma por mi próximo enlace.

Ya calmado, observando como todos se divertían, empecé a buscar entre ellos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al no encontrar a mis “secuestradores”. Dirigí la mirada hacia el coche. Un cuerpo seguía anclado al asiento del copiloto.

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