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La fiel compañía - por Cuatro vientos

Ya habían pasado algo más de cuarenta y ocho horas desde que se marchó mi querido Adolf. Me dejó cómo único responsable de mis actos. Quizá no como una razón de confianza sino más bien de respeto, un pacto entre caballeros considerando nuestra vieja relación.
Había salido temprano, cargado con su vieja escopeta, su sombrero verde con las dos plumas de pato colocadas en su banda marrón y el desgastado petate donde guardaba el tabaco, con sabor vainilla, para rellenar su pipa de fumar. Lo acompañaba Pim, el nuevo Pastor alemán que me iba a sustituir. Un perro joven, fiel y obediente. Era su presencia lo que me tranquilizaba. Después de ver cómo sacaban de la habitación del hotel próximo a su hogar el cuerpo de esa escritora japonesa, con las piernas por delante, mi ánimo se había visto afectado a pesar de esa especie de tranquilidad aparente, pareja a la vejez. Pero en realidad es eso: mera apariencia. Hasta que no volviese a verlos sanos y salvos mi estado no se sosegaría.
La policía había instalado un enorme dispositivo alrededor del hotel. Afortunadamente las habitaciones habían quedado vacías en esos dos días.
Iba a echarme la siesta en el único rincón que el sol calentaba a esas horas. Desde ahí observaría las idas y venidas de los agentes, mientras esperaba a mis amigos.
—La única pista que hemos encontrado es esta muestra de tabaco —dijo uno de los policías—, y unas huellas sobre la moqueta…
Estaba escuchándoles cuando desde mi cálido rincón me llegó una brizna de viento con un olor que me hizo levantar el hocico y aguzar el oído. Al final de la calle divisé las siluetas de mis colegas. Pim guiaba al viejo Adolf que caminaba cansado sujetándose sobre una tosca rama de árbol. Mi dueño parecía mucho más viejo, estaba magullado como Pim. Me levanté sobre mis cuatro patas y corrí hacia ellos.
Subimos hasta la habitación sin perder un minuto. Una vez allí, mi amo procedió a encender la chimenea y sentarse junto al fuego dejando desnudos sus pies cansados. Pim se tumbó junto a él sin decir nada. Yo pregunté qué había sucedido pero ninguno de los dos contestó. Se quedaron allí, en silencio. Con sus manos temblorosas mi amo sacó un poco de tabaco de la bolsa; algo de éste cayó sobre el libro que había abierto para leer. Quemó una astilla al fuego y después con ella encendió la pipa.
No podía dejar de dar vueltas a lo que había sucedido. ¿Era posible que se hubiesen olvidado de mí? Tanto Pim como mi viejo amo se habían quedado dormidos arrullados por el crepitar del fuego.
Paseaba por la habitación sin dar crédito. En medio de mis cavilaciones un fuerte golpe me despertó: el libro se había caído de las manos de Adolf quedándose abierto por una de sus páginas. «El asesino siempre vuelve al lugar del crimen», decía. ¿Era posible?, de pronto lo vi todo claro en mi mente: el tabaco, las huellas, la escopeta… Por eso no me habían dicho nada, un pacto tácito de honor. Pero, ¿por qué Adolf iba a querer acabar con la pobre japonesa? Eso no me entraba en la cabeza.
En medio del silencio que inundaba la habitación, escuché cómo mi amo se movía sobre el tapizado de su sofá; se volvía a calzar y recogía el libro que había dejado caer. Me miró y yo hice como que dormía; después salió. Pim seguía dormido, pero no pude por menos que despertarlo y preguntar qué demonios había pasado en los días que habían estado fuera.
—Una ventisca nos pilló en la montaña, lo perdimos casi todo y tuvimos que refugiarnos… —relataba Pim adormilado—. Nuestro amo se pasó toda la noche leyendo en medio de la ventisca mientras se apretaba contra mi para no morir helados…
No dejé que terminara la historia. Abrí la puerta de la habitación y seguí el rastro que Adolf había dejado. Sus huellas me llevaron hasta la habitación del hotel donde había residido la escritora. La puerta estaba entreabierta. En el interior solo se colaba la luz de la luna; suficiente para ver la silueta de mi amo recortada en la ventana. Estaba junto al escritorio mirando, sin comprender, a su alrededor. Llevaba el libro de la mano y parecía no saber qué hacer con él. Finalmente lo dejó sobre el escritorio, junto al tintero. Podría decirse que le devolvió el libro, sin preguntarse qué clase de fantasmas saben leer.