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El silencio del tiempo - por Pollo Morgan

Los días retrocedían con pequeños pasos. El pueblo donde llevaba toda la vida parecía arrugarse de forma imperceptible. Era principios de septiembre. Las calles mudaban de cara, como de piel la serpiente, transformándose en sendas en las que apenas podían verse los pies al caminar, mientras los ecos de las pisadas rebotaban en las paredes. Todos los años por estas fechas una sensación familiar se renovaba, el tiempo se sometía al sonido de las despedidas, del cierre de las casas estivales, abandonadas como juguetes viejos, hasta el verano siguiente. Para Martín era el momento de reanudar su vida, la escuela, los horarios, ayudar en la tienda: el acaecer monótono del día a día. La inflexibilidad de lo cotidiano se iría imponiendo a las nuevas amistades, a la diversión de lo impredecible, al espacio que fabrica el tiempo cuando se retira y a todos esos momentos que, como las instantáneas de una foto, quedarían grabados en su recuerdo.

Ese día se levantó a la hora de costumbre. Aunque no había comenzado la escuela, siempre lo hacía para ayudar en la tienda. Somnoliento hojeó sin mucho interés el periódico mientras daba cuenta de un estupendo desayuno. De repente su respiración se detuvo y su cara se contrajo. En seguida encendió la televisión y, estupefacto, contempló cómo en la mayoría de los canales emitían distintos reportajes sobre su pueblo. En ellos se informaba sobre el hallazgo del cadáver de una mujer, una escritora japonesa de fama mundial, cerca de la granja ecológica y que se sospechaba, había sido asesinada.

Martín salió a la calle. La tranquilidad que sobrevenía tras el fin del verano había desaparecido. Multitud de curiosos deambulaban desorientados por las inmediaciones donde se había encontrado el cuerpo el día anterior. Periodistas ansiosos por conseguir algún testimonio importante alzaban sus alas en busca de la presa más apetecible. Canales de televisión se amontonaban buscando el mejor sitio para emitir, simulando un gigantesco plató de televisión. Martín permanecía absorto en medio de todo ese desorden, inmóvil, contemplando ese nuevo rostro desfigurado que su pueblo, ahora desconocido, revelaba.

Entre tanta confusión sintió un fuerte golpe en el pecho que le hizo caer. Aturdido sólo acertó a ver un maletín desparramando su interior como una máquina tragaperras. A su lado encontró un libro: una novela de la escritora asesinada. Lo tomó en sus manos y vio aquel símbolo. No tuvo tiempo para más, la sombra de un hombre se interpuso, le agarró de la camiseta y Martín, asustado, le devolvió el libro. Cuando se puso en pie no pudo ver más que una figura que, por su aspecto, delataba que era forastero, o eso pensaba mientras lo veía perderse entre la multitud.

El trágico suceso tuvo al pueblo conmocionado durante varias semanas. Por un tiempo los habitantes de lo que antaño fue un aldea montañosa y tranquila se convirtieron en protagonistas de un circo en el que todos buscaban su papel estelar. Y así, lo que en un principio fue una novedad y un misterio, se fue diluyendo como el hielo en una copa. La policía no encontró ninguna pista de interés y pronto dejó de interesar a los medios de comunicación. Poco a poco ese lugar que había estado en todas las portadas, en todas las bocas, en todos los puntos del país, fue volviendo a su tranquilidad habitual, a la parsimonia de una naturaleza que prefiere lo simple a lo complejo.

Hasta que el invierno, implacable, se adueñó de todo. Martín regresó a la escuela, a sus horarios, a los repartos de la tienda; más pronto que tarde olvidó aquel suceso extraño. Todo volvió a su quietud original, al run run de lo que siempre se repite a la espera del despertar de todos los veranos, a las caras conocidas de siempre, al anonimato que daba el frío que hace llorar el otro lado de las ventanas.