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Las palabras de mi madre - por Iraide

Ella deseaba morir. Yo lo sé. Y no son palabras de consuelo que me dirijo a mí misma, porque su muerte me ha dejado tan fría como las aguas del lago Kawaguchi, donde hallaron su cuerpo apuñalado. No se puede querer a una madre a la que apenas se ha visto. La tía Kiyo me mira con cara de extrañeza, como si pensara que el vínculo sanguíneo que me une a su difunta hermana, la escritora Ayako Higeshiro, me llevaría a verter lágrimas por la pérdida, pero lo único que me entristece es conocer este lugar tan bello en unas circunstancias tan tristes.

Estoy en un ryokan cercano al monte Fuji. Antes he salido al jardín y he conseguido ver su pico nevado, aunque las nubes lo han enturbiado rápidamente. Kiyo pasa el tiempo en la habitación y ni siquiera se anima a bañarse en las aguas termales del hotel. Dice que yo tampoco debería hacerlo, por respeto a mi madre. Ésta estuvo alojada en la habitación de al lado hasta el pasado martes, cuando la descubrieron flotando en el lago. Con ella estaba el señor Tanaka, su actual pareja, que quiere volver a Tokio en cuanto terminen los interrogatorios policiales. Es uno de los principales sospechosos, ya que se rumorea que tenía una relación amorosa con Rina Sawai, la editora de mi madre. Ambos podrían haber decidido acabar con su vida para quedarse con su herencia y acelerar las ventas de su último libro.

Si ése es el caso, el señor Tanaka ha disimulado muy bien su sorpresa al descubrir que yo, Akari, soy la única heredera de Ayako Higeshiro. De hecho, él ni siquiera sabía que yo era su hija, porque ella siempre se había referido a mí como “mi bella y formal sobrina Akari”. Desde muy pequeña, yo había sabido que Ayako era mi madre y que no había querido hacerse cargo de mí. Al principio, la razón fue que era demasiado joven para cuidar de un bebé; después, cuando conoció a su primer marido, el empresario Kazuo Higeshiro, el motivo fue que él jamás se casaría con una madre soltera. Mi tía Kiyo renegó durante largo tiempo del egoísmo de su hermana menor, pero en el fondo deseaba quedarse conmigo, porque había enviudado sin poder engendrar un hijo.

Así pues, a efectos prácticos, Kiyo se convirtió en mi madre. Cuidó bien de mí, aunque nunca se atrevió a mostrarme demasiado afecto, como si al hacerlo le usurpase a Ayako el rol materno que ésta nunca había reclamado. Con seis años, me contó la verdad. Ella era mi tía, y mi verdadera madre vivía muy lejos, en Londres, en compañía de un hombre rico que le había dado dos hijos. Al oír aquello, una enorme soledad se aferró a mi cuerpo infantil. La soledad dio paso a la rabia, que hasta el final de mi infancia volqué contra la buena tía Kiyo.

Después, mi ira se evaporó. Dejé de perseguir el sueño de una madre que sólo habitaba en mi cabeza. Ayako nos visitó un par de veces con su familia, y yo interpreté el papel de la bella y formal sobrina Akari. Ella, a su vez, fue la tía elegante, la escritora que empezaba a despuntar, la que vivía un ideal que a los demás nos estaba vetado.

Tardé muchísimos años en leer un libro suyo, porque pensaba que al levantar la cubierta aparecería burlona la imagen de una mujer radiante a pesar de haberme abandonado. Sólo lo hice cuando Genki, mi primer novio, me leyó un fragmento de la que él denominaba su escritora favorita. Aquella prosa de azules y grises fue un bálsamo que recubrió mi ánimo apagado, como si hubiera encontrado un alma capaz de disolver su tristeza con la mía.

Ella deseaba morir, aunque han sido otros los que han destruido su cuerpo. Me lo dice el vacío que se cuela entre las páginas de sus novelas, la melancolía que aquella mujer trataba de mitigar a través de la escritura. Para mí, la muerte de Ayako Higueshiro no significa nada; son sus palabras las que me reconfortan como la madre que nunca tuve, y éstas se quedarán conmigo para siempre.