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Sorpresa en las alturas - por LunaClara

Hice mi entrada triunfal en la aldea subida en un “taxi” muy peculiar.

Me llamo Elena Piamonte. Trabajo en el periódico nacional de mayor tirada en estos momentos. Aburrida de realizar críticas literarias, pedí varios meses sin sueldo y me largué a los Picos de Europa a buscar inspiración para escribir mi primera novela, la cual no fluye únicamente pidiéndosela a los dioses.

Enfundada en unos vaqueros rotos, un par de zapatillas nike y una camisa de pana, viajé sola en un autobús durante cinco horas interminables. Llovía mucho. El viejo conductor me advirtió que solo podía llevarme hasta el paraje X porque había pasado algo gordo allá arriba en la montaña. La guardia civil no nos dejaría continuar por la carretera comarcal.
Le tiré más de la lengua y me contó que habían matado a alguien. ¡Vaya por Dios! Yo, que lo que quería era aislarme del mundo. ¿Por qué le haría caso a Héctor? Ese maldito espíritu aventurero suyo…

Cuando llegamos al paraje mi confidente, que había prometido buscarme otra alternativa, me dió dos opciones: subir a la aldea andando con todos mis bártulos ó subir montada en el carro del joven ayudante del alguacil. Allí enfrente estaba. Si le daba treinta euros me dejaba en la misma puerta de la pensión. Después de haber llegado a ese paraje no me iba a volver, así que apoquiné los treinta euros. Trepé al "taxi" y me acomodé sobre la paja, mirando de reojo al poni flacucho y ojeroso que tiraba del carro.
 
Tras una hora de rodaje, acompañados únicamente por la lluvia y el viento, el poni hizo su cagada número veinte en la puerta de mi anhelado refugio. El pueblo era un hervidero de gente que parecía haber tomado posesión del lugar. Tenía un terrible dolor de espalda. Bajé como pude del carro, sacudiéndome toda la paja pegada al cuerpo y la multitud de miradas que se posaban descaradas sobre mí. Volé hacia recepción.

No quedaba sitio para dormir.
-¿Cómo que no, señora?- exclamé ante quien parecía ser la dueña de la pensión, recién sacada de una película de Tim Burton-. ¡Tenía reservada una habitación!
– Lo siento mucho, señorita, pero habrá visto usted cómo está todo. He tenido que alojar a un destacamento de policía. Muchos turistas han decidido quedarse. Conocían a la escritora japonesa…
– ¿La persona fallecida era una escritora japonesa?- pregunté, incrédula.
– Sí, esta mañana apareció muerta…cómo se llamaba… Yoko…
– ¡Yoko Yoshimoto! ¡Estaba aquí Yoko Yoshimoto! ¡La ganadora del premio nobel! ¡Han asesinado a Yoko Yoshimoto! ¡Dios mío!-. Me llevé las manos a la cabeza. La famosa novelista japonesa, cuyas obras yo había tenido que leer para hacer la reseña correspondiente.
– Sí, era una dama muy dulce. Tan delgadita que parecía que se la iba a llevar el viento. Siempre con su libreta en una mano y un libro en la otra. No tendría ni cincuenta años, pobrecita -se persignó, tristemente-. Se la han encontrado un par de turistas alemanes en el claustro de la iglesia… Apuñalada brutalmente… Dormía aquí hasta hace un par de semanas, que se mudó a una casita cerca del río.
No me podía creer lo que estaba escuchando. Todo me daba vueltas.
– Señora, estoy hecha polvo… ¿No sabe usted de otro sitio en el que pueda dormir esta noche? He venido para relajarme y escribir algo…
– A ver, la veo muy sofocada… Verá…Mi hijo Toni, el ayudante del alguacil, se va dentro de un rato a dar de comer a las vacas que tenemos en la otra casa. No está muy limpia, pero tiene luz y agua. ¿Qué le parece, eh?
Genial, de nuevo el poni cagón, pensé. Pero aceptaba cualquier cosa a esas alturas.
 
Reparé entonces en un libro de tapas negras que sobresalía de una estantería.
– ¿Esas son las leyendas de Bécquer? -creí verlo escrito en su lomo-. Parece una edición muy antigua.
– Oh, este es el librito de la señora japonesa -lo acercó-. Me pidió que se lo guardara y lo dejé ahí.
Lo abrí por una página cualquiera. Tenía las hojas amarillentas. Estaba escrito en español con anotaciones en los márgenes ¡en francés!
– ¿Me lo presta unos días?
– Claro, lléveselo.
Lo metí en mi bolso. Tuve unas ganas tremendas de echarle un vistazo.

Toni reapareció con su compañero de batalla. Recé un padrenuestro y dos avemarías, y me volví a aposentar sobre la paja, convencida de que a pesar de tanto ajetreo aquella situación providencial prometía, y que podía haberme topado también con mi primera novela.