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Lluvia negra - por Sebastián Pérez

El detective Martin miraba el cadáver angustiado. El rocío de la mañana había acumulado agua en una rama sobre su cabeza y una gota caía continuamente sobre el ojo derecho de la mujer, la cual rodaba por su mejilla, dándole un inquietante aspecto de vida. Dos días de búsqueda incesante, casi sin dormir, y tenía la molesta impresión de que el misterio recién comenzaba.
–¿Identificaron el cuerpo? –Preguntó acercándose a su subalterno.
–Si señor, se trata de la escritora. Debe llevar unas 36 horas muerta.
–Quiero que reúnan a los pasajeros del hotel, nadie puede salir de él sin mi expresa autorización. ¿Entendido? –El tono autoritario de su voz apura a su ayudante, que sólo atina a salir rápidamente a cumplir la orden.
Martin se acerca nuevamente al cadáver, para realizar otra inspección antes de que sea trasladado. La escritora había caído desde una altura de doce metros y se encontraba sorprendentemente bien para el impacto. Al menos murió instantáneamente –pensó distraído el detective. De pronto se fijó en un par de manchas aceitosas que la mujer tenía en su mano derecha, las había pasado por alto en su primera revisión y ahora acababa de sufrir una revelación al verlas estampadas ahí. Llamó rápidamente a otro de los policías, para indicarle que tomara una muestra, y salió raudo camino al hotel.
La mujer se trataba de una famosa escritora japonesa, que se había refugiado en la montaña para terminar su última novela. La desaparición había puesto al pequeño pueblo en estado de shock y, como si fuera poco, también había desaparecido el manuscrito en el cual estaba trabajando la novelista. La presión del embajador japonés no se había hecho esperar y ya tenían a más de veinte policías trabajando en el caso.
El detective entró en el lobby del exclusivo hotel, dándole inmediatamente órdenes a García, su subalterno.
–¿Están acá ya los pasajeros?
–Sí señor, los diez ya se encuentran reunidos en el comedor. La secretaria de la escritora también se encuentra allí.
–Empezaremos por ella, tráela a oficina del gerente. Ahí realizaremos los interrogatorios. Pero antes indícale al conserje que suba la calefacción de la habitación al máximo.
–¡A sus órdenes! –replicó sorprendido el ayudante.
La habitación estaba sofocante, Martin sentía como cada cierto rato una gota de sudor corría por su espalda. Sin embargo se encontraba ansioso y sus ojos revelaban una calmada felicidad. Había terminado recién de hacer sus notas y acababa de entrar la señorita Mikao, secretaria de la escritora.
–Entonces, no ha encontrado usted el manuscrito ¿cierto? –preguntó Martin.
–No señor –se veía visiblemente más calmada que hace una hora.
–Me lo imaginaba, creo que coincidimos en que ese debe ser el móvil del crimen. ¿No?
–Debe serlo, aunque me cuesta creer que alguien pueda tener la idea de lucrar con él. Es difícil ocultar el estilo de la señorita Natsuko.
–A veces las motivaciones no están a simple vista, ¿de qué trataba el libro?
–Le dije ayer que no lo sabía detective –respondió la secretaria visiblemente molesta –Natsuko era muy celosa con los borradores, ella misma llevaba esa correspondencia con su editor.
–¿Me dice que no sabe absolutamente nada acerca del libro? –presionó Martin, poniendo especial énfasis en el absolutamente.
–Sólo sé que trataba de la mafia japonesa –replicó irritada– Este trabajo consiste en saber respetar la intimidad de las personas.
–Ya veo, yakuzas –respondió distraído el detective. Luego, dirigiéndose a García, exclamó –Por favor haga entrar al señor Luqman. Usted puede quedarse señorita, aún no terminamos.
La secretaria se movía molesta en su asiento, claramente perturbada por el calor. El señor Luqman, un moreno marroquí, acababa de entrar a la pequeña sala y la temperatura empezaba a tornarse muy molesta.
–¿No podría abrir la ventana detective? –preguntó incómodo Luqman, abriéndose el cuello de la camisa.
–Le prometo que seré breve. Entiendo que uds. llegaron juntos, ¿no es cierto?
–Simple casualidad, no veo la conexión con este interrogatorio –Luqman transpiraba cada vez con más intensidad.
–Efectivamente es simple señor, pero no casualidad. La señorita

Mikao se registró un par de días después que su jefa en el hotel, nada raro. Pero el día de ayer no pude dejar de notar ciertas manchas en su ropa, cuando la llamamos sorpresivamente a su habitación. Las mismas manchas que tenía la difunta escritora en sus manos. Afortunadamente usted nos acaba de dar la última prueba que necesitábamos. Por favor García arréstelos.

Luqman miró sorprendido, dándose cuenta demasiado tarde como espesas gotas de maquillaje manchaban su blanca camisa.