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misterioso asesinato en la montaña - por Carme

Mitch se sacude las migas del pantalón mientras busca con la otra mano el tirador que abre la puerta del coche. Le toca hacer el turno de vigilancia de noche y esto le cabrea bastante.
– No entiendo por qué seguimos haciendo vigilancia si ya han detenido al que mató a la vieja -dice Raúl, su compañero, mientras ambos bajan del coche a estirar las piernas-. Podríamos estar en casa, tomando unas birras y viendo el partido del Celta.
– Cállate, Raúl -Mitch está de muy mal humor.
– Sólo digo que si el tipejo ese está ya en comisaría…
– ¡Que te calles, coño!
Desde hace un rato le duele mucho la cabeza y no tiene ganas de aguantar la cháchara del latoso que le han colocado como compañero.
– Bueno, vale, joder, qué mala leche traes hoy…
Mitch respira hondo. El aire de la montaña es una delicia. Fresco, con un ligerísimo aroma a pino mediterráneo…
– Oye -repica en su oído otra vez la voz de Raúl-, ¿a ti por qué te llaman Mitch? ¿Es un apodo, o algo?
– Te he dicho que te calles, pelma. Y no es un apodo. Mi familia es inglesa.
– Aaaah,…¿inglesa? Pero, ¿inglesa inglesa? ¿O inglesa americana?
– Vete a la mierda.
Mitch se sube un poco el pantalón y se ajusta la correa. Decide dar un paseo a solas. – Quizás el fresco de la noche me quite el dolor de cabeza -se dice a sí mismo.
Echa a andar y se va alejando del coche, bajo la mirada reprobatoria de su compañero. Las calles, apenas iluminadas, aún guardan el olor de la lluvia que ha caído por la tarde.
Los pasos de Mitch resuenan suavemente en el suelo de piedra y crean ligeros ecos en las callejas cercanas.
Sube por una avenida empinada hasta el hotel y al llegar arriba nota que le falta el aliento. El dolor de cabeza ha aumentado y ahora lo siente como cuchillos clavándosele en la frente. Unos minutos más, y siente un temblor en las rodillas. Las piernas no le sostienen. El pánico le invade mientras reconoce los síntomas por envenenamiento que se enumeraron tras la autopsia de Akane Kimidori.
Cae al suelo, retorciéndose de dolor, mientras oye a lo lejos la voz de su compañero, que le ha seguido a poca distancia:
– ¡Mitch! ¡Mitch! ¿Estás bien? ¿Qué sucede?
Se arrodilla junto a él y trata de reanimarlo. Mitch ya no puede hablar. El corazón empieza a fallarle y una espumilla blanca se le ha formado en la comisura de los labios. Oye a su compañero que se aleja a la carrera, probablemente a avisar por radio.
Pocos minutos después, le parece oír la sirena de una ambulancia, pero sabe que es demasiado tarde.

Raúl observa cómo suben a su compañero en la ambulancia. Aunque en realidad lo llevan al depósito. No se puede hacer nada por él.
No puede creerlo. Apenas hace un rato, han cenado juntos, en el coche. Mitch refunfuñando, maldiciendo la comida para llevar que han comprado en el barecillo en la entrada del pueblo. Han pasado parte de la guardia discutiendo por ello porque a Raúl le ha parecido una cena excelente.
Las luces de la ambulancia se pierden en la oscuridad. Raúl percibe su propia tristeza en medio de la conmoción. Nunca había perdido a un compañero y siente que le costará hacer frente a lo ocurrido.
Vuelve hacia el coche lentamente. Tiene que esperar en su puesto hasta que acudan otros compañeros a reemplazarle y el inspector a interrogarle. La noche puede ser aún larga. Si al menos se le pasase aquel dichoso dolor de cabeza…