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Kotaku - por Elena

Allí estaba una vez más sentado al borde del precipicio, esperando a una puesta de sol que tardaba demasiado en llegar, casi tanto como las respuestas por las que mi cabeza dolorida clamaban.
Había tardado más de treinta y cinco años en encontrar mi reducto de paz en aquel talud que antaño fue parte de la finca de la familia Robles y ahora no era más que eso, un desnivel que tras un muro derruido, bajaba por la ladera salvaje de la montaña para terminar en un profundo destino de aguas embravecidas, higueras, cardos y pedruscos afilados.
Y desde allí la nada, el horizonte del valle, la calma absoluta, el sol declinando. Todo. Como si la vida y la muerte pudieran explicarse en un sin sentido de palabras que resuenan y estallan contra los senderos inexplicables que se dibujaban más en mi imaginación que en el paisaje real.
El por qué últimamente pasaba las horas allí sentado, contemplando aquellos misterios enredados, era algo difícil de explicar.
Bueno, en realidad no lo era; todo se reducía al echo de cómo el delicado cuerpo de mediana edad de Yami Kotaku fue encontrado sin vida, desangrándose sumergido en la fuente de la plaza.

Pasear por el pueblo desde aquel día se había convertido en una auténtica pesadilla. Para todos excepto para Miguel y Soledad, los dueños del pequeño hotel de piedra caliza del lugar, quienes por supuesto estaban encantados y por supuesto no repararon un segundo antes de limpiar la habitación que horas antes había ocupado Kotaku para cedérsela a una estúpida corresponsal de algún estúpido diario sensacionalista francés que no dejó de hacer preguntas del tipo “¿Mantenía usted una gelashión especial con la señoguita Kotaku?” desde que puso un pie en la calle. Qué angustia.
Además de la alta ocupación de periodistas de todas las nacionalidades y sus bochornosas preguntas, los demás habitantes del Higar y yo, nos vimos avasallados de pronto por una constante presencia de efectivos policiales y con ellos, indefectiblemente, por más incómodas incógnitas y situaciones.
Recuerdo el instante en que el alborotado labrador de mi vecina Marta me levantó de la silla de la cocina y me sacó de la casa aun con mi taza de café hirviendo en los labios, recuerdo cómo se heló en mi lengua pelada mientras contemplaba al juez de turno dando permiso para levantar el cuerpo empapado y coloreado de Kotaku, chorreando de manera incomprensible, rodeado de personas uniformadas, de viandantes alerta.
Recuerdo que Marta, con su coleta estirada e impecable, lista para su paseo matinal diario con su compañero cuadrúpedo me lanzó una mirada interrogativa y preocupada y yo… yo no supe más que escupir el líquido alquitranado que quedaba en mi boca y agacharme cauto a recoger los restos de taza que sin saber cómo habían terminado por estallar contra los adoquines.
No podía, no sabía cómo encajar aquel cuadro.
La noche anterior Yami Kotaku estaba viva, muy viva. Y horas después, una vez había caído y resurgido el sol, simplemente había desaparecido, con todas sus cosas empaquetadas en bolsas de plástico perfectamente ordenadas en dos cajas asépticas que portaba un enjuto policía.
Y el libro, finalmente ¿ella le devolvió el libro? Aun no lo sé…

Y allí seguía, deseando poder esconderme tras aquellas montañas como hacía el astro rey bajo aquel cielo sangrante. La puesta de sol llegaba a su fin y yo seguía sin respuestas, inquieto y sombrío. Pronto sería mi turno.
No es que no me hubieran hecho preguntas antes, hubiera sido algo irresponsable por su parte dado que podría considerárseme como la última persona en verla con vida, excluyendo al asesino de esta afirmación claro, pero lo de aquella noche constituiría el “interrogatorio definitivo”, según las palabras del propio inspector.

El rojo dio paso al morado más rápido de lo que hubiera deseado y así, me levanté y dirigí mis pasos hacia el hotel.
Cuando crucé la plaza me detuve en seco al observar a una veintena de personas concentradas al rededor de la fuente, iluminada por velas dispuestas sin orden ni concierto sobre el borde de piedra húmeda. Me acerqué y situé entre ellos y pude comprobar cuan inofensivos resultaban, leyendo en voz queda envueltos por un halo de pérdida. Cada cual portaba un ejemplar distinto, todos firmados por la misma persona, todos con la foto en blanco y negro de Yami Kotaku en la contraportada.
Una cámara de televisión chocó abruptamente contra mi hombro izquierdo y un escalofrío me recorrió de arriba a abajo.