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Las del techo - por F Leotta

El autor/a de este texto es menor de edad

El teléfono en la oficina de mi padre sonó, y como no había nadie en casa, nadie más que Lara y yo, bajé las escaleras corriendo para atender antes de que la paciencia del llamador se agotara. Por la ventana, el frío viento corría, claramente el invierno se encontraba próximo.
-¿Diga? -alcancé a atenderlo antes de que Lara saltara sobre el teléfono y lamiera cada rincón del mismo.
-Buenos días, ¿se encuentra Gregorio Ocampo?
-No, soy su hija –respondí con cierta desconfianza. Era común que a mi padre lo llamaran de muchos lugares dentro del país, pero el acento que tenía el hombre del otro lado de la línea le daba a sus palabras una tonalidad muy distinta. Luego, añadí-: ¿Quién habla?
-Me llamo Itsuki Kano –se hizo un silencio extraño-. Quería contratar a tu padre como detective para investigar el asesinato de mi hermana Aiko, la impotencia que me da no poder hacer nada al respecto desde acá me obliga a contratar a un profesional.
Terminé por darle los datos de mi padre y a la semana él mismo me contó la gran recompensa que le ofrecía Itsuki a cambio. Decidí no preguntar por la mujer ya que era un tipo de “acuerdo” que teníamos entre mi padre y yo: yo no debía entrometerme en su trabajo, y él me daba una vida libre.
Sin embargo, la curiosidad terminó por alcanzarme del todo y en los días siguientes no pude evitar preguntarle a la gente del pueblo si sabían algo sobre la mujer. La señora que atendía la frutería me dijo que le parecía que había leído el nombre de Aiko Kano en uno de los artículos del periódico que relataba sobre los flujos inmigratorios que había habido esta temporada de verano. Finalmente, mi peluquero Alfonso me terminó por confirmar que efectivamente la mujer era una japonesa que había venido a pasar sus vacaciones al pueblo, él mismo le había cortado el pelo. Luego, mi maestra de escuela me dijo que también era una importante escritora de su país, esto provocó en mí una necesidad de leer alguna de sus obras.
Esto se hizo posible, cuando vi que una de mis compañeras, que leía en clase, terminó por cerrar el libro y en su tapa se expresaba, grande y claramente, el nombre Aiko Kano. Ella se levantó y le devolvió el libro a la maestra. Su cara de sorpresa cuando me vio pararme y salir corriendo a pedirle el libro que le había sido devuelto fue tal que me lo dio sin preguntar.
A lo largo de la semana vi venir a mi padre de aquí para allá llevando muchos papeles sobre el caso y haciendo protestas constantes. Yo, cuando terminé de leer el libro a los 3 días, le pedí que me llevase al lugar de la escena del crimen. Estaba realmente inspirada, el libro de Aiko relataba el crimen de un hombre que había sido ahorcado por una serpiente del zoológico y el conflicto era sobre que nadie nunca había contado con la posibilidad de un animal como asesino. Esta trama me había llevado a la pura inspiración y contaba con mi perspicacia para conseguir desentramar el caso de Aiko Kano y demostrarle a mi padre quien era yo.
Cuando llegue a la casa donde se hospedaba la mujer observé que en el escritorio había hojas escritas (con kanjis japoneses), probablemente nuevas historias. A su lado, una taza con un café sin terminar. Por el piso se extendía una larga figura humana creada con tiza que marcaba claramente el lugar donde había reposado el cuerpo muerto de Aiko Kano. Todo esto me daba cierta admiración, que gran trabajo tenía mi padre. Giré mi cabeza hacia la puerta y allí estaba él con los brazos cruzados apurándome porque claramente yo no podía estar ahí.
Comencé a recorrer el tapizado azul de las paredes hasta que llegue al techo. De repente, allí, en un mismo rincón del techo, pasaba un pequeño animalito corriendo sobre sus patas traseras. Era gris, y hacía un agudo ruidito. Detrás de este animalito, corrían otros seis más ¿tal vez hijos?
-¡Eso es! ¡Ratas! –Mi padre me miró, confuso-. Las ratas la mataron, pá.
Para comprobar mi teoría tomé con mis manos la taza de café y le mostré. Allí, en el líquido oscuro y podrido, flotaban cuatro pelotitas solidas. Eran tan raras como morir por heces de ratas escribiendo kanjis japoneses en un pueblo de no más de mil personas.