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Gracias, sensei - por kodoku

El claro continuaba tal y como lo recordaba, impertérrito, silencioso. Un escalofrío recorrió su espalda, casi paralizándola, pero no había llegado hasta ahí para dar marcha atrás. No, ahora no, se dijo. Miró a lo lejos y fijó su mirada en el cordón policial que rodeaba la escena y caminó hacia él lentamente, pero con la firmeza que no le había acompañado días antes. Lo único que podía escuchar eran los tímidos sonidos de sus pasos en contacto con la hierba mojada; ni pájaros, ni roedores, nada que indicara un mínimo de vida en aquella parte del pueblo. Un páramo aislado de todo, pensó. En el suelo, unas manchas rojizas secas rompían con la armonía casi romántica de aquél sitio, otorgándole un testigo inequívoco de lo que realmente había ocurrido. Yuriko-san, pensó, ¿Por qué? ¿Qué o quién te hizo venir aquí tan tarde?

Entonces escuchó un ruido seco a su espalda. Se giró inmediatamente y miró a su alrededor buscando al culpable, pero no había nadie, al menos nadie que ella pudiera reconocer. Se puso la mano en el pecho y notó cómo el corazón le latía con fuerza, asustado, nervioso, temeroso de ser la próxima víctima. Respiró profundamente, cerró los ojos y se dio palabras de ánimo para darse fuerza.

Ya más tranquila, miró de nuevo las manchas de sangre. Las cosas no debían haber acabado así, nunca tendrían que haber acabado de una manera tan trágica. Yuriko- san se había ganado la enemistad de aquella gente por, simplemente, ser diferente. Era demasiado buena para ellos; gente aislada del mundo, de mente cerrada y algo ruda, cuyas tradiciones casi ancestrales guiaban su día a día. Ella, extranjera, de mente abierta y grandes convicciones de libertad en todos los sentidos, había cometido el error de intentar darles algo de luz en sus oscuras vidas. O así lo veía Mía, quién aquella situación la había sobrepasado. Con los ojos brillosos de la emoción, la joven irguió el cuerpo y le dedicó una respetuosa reverencia a su mentora, la única que se había preocupado por aquella chica desgarbada llena de sueños que, por aquél entonces, pensaba que eran imposibles. Arigato, sensei, dijo en un susurro, notando cómo las lágrimas caían por sus mejillas irremediablemente.

Cuando remprendió el camino de vuelta sintió la presencia de alguien a su espalda y se paró en seco con los puños cerrados. Inspiró tranquilamente, mientras miraba al cielo con media sonrisa dibujada en su rostro.

– ¿Has venido a despedirte?- dijo una voz grave a su espalda. Mía bajó la cabeza, pero no se giró.

– He venido a darle mis últimos respetos- su voz sonaba más seria de lo habitual, cosa que sorprendió al hombre. Él también bajó la cabeza y miró el objeto que tenía entre sus manos.

– Sólo he venido a devolverte esto- se acercó a ella y le devolvió el libro que, días antes, había cogido sin permiso de la habitación de la joven. Ella lo miró y acarició los kanjis escritos en la tapa. Era su nombre en japonés. Yuriko- san se lo había escrito- Creo que tienes mucho talento para la escritura- él dio un paso hacia delante y quiso acercarse más a ella, pero Mía retrocedió. Todo había acabado. Levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa triste al hombre que tenía delante.

– Adiós… papá- y empezó a correr sin mirar atrás a sabiendas de que, si lo hacía, toda esa fuerza que ahora sentía emerger de su cuerpo, se desvanecería.

Corrió y corrió sin pensar en nada más que en la maleta que le esperaba al pie de las escaleras y del billete, sólo de ida, que reposaba en su mesilla de noche. En pocas horas, todo lo que había ocurrido en aquél pueblo sería una pesadilla más que se iría diluyendo con los años. El mañana se abría ante ella lleno de posibilidades.