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Paralaje - por Juan Pozo

El muchacho quedó solo. Amparado en la farsa de luz de la calle estuvo mirándola hasta que los guardias la subieron al transporte y se la llevaron para hacerle la autopsia. Nunca había visto cara mas triste que aquella, quiero decir, la de la mujer muerta. El muchacho sería su amante porque la contemplaba de cierta manera, tan queriéndola. Estuve tentado a acercarme y ofrecerle un cigarrillo, quizá hablarle. Pero el silencio se había apoderado de todos los curiosos que estábamos y solo se oían palabras cortadas entre los guardias, pisadas en los adoquines, algunos pájaros pescando en la playa.

Más tarde estuve maquinando ciertas posibilidades, alguna probabilidad con que entretenerme. En el bar no había casi clientes y pude ir apuntando cosas en un papel mientras restos de una trompeta idiota salidos de la rockola me fueron ayudando a traer las escenas, los diálogos, todos esos motivos inútiles que rodean siempre a la vida.

Seguramente habrán paseado por la calzada después de desayunar en donde Altamira y estuvieron metiéndose en los pasillos de las vecindades abiertas. Descansarían en alguna banca de la plaza sintiendo como el olor del mar alargaba las horas, viendo más allá la falda del cerro que eleva las casitas azules de Punta Cana y el mirador, adonde luego se encaminaron. Casi seguro querían llegar antes que la noche para divisar al agua meciendo las lanchas o a las chozas de palma o a los pescadores esperando o a todo aquello. En el camino y de la mano, irían haciendo chistes sobre cualquier cosa y se besaban yo que sé, idioteces de enamorados. Entonces tal vez ella le hablara nuevamente de imposibilidades, distancias, de la inutilidad de estar así, de tener que llamar a otros esposo, esposa, de la vejez anunciada. Entonces otra vez las súplicas, las lamentaciones, la enunciación de posibles acuerdos, pero nada, la vida los había vencido ya de muchas maneras y ella calculaba que al muchacho todavía le esperaban otras felicidades. Él habrá sacado el cuchillo en ese arranque de ira de los fracasados y mientras se abrazaban fue hundiéndoselo con tierna firmeza. Habrán llorado, porque siempre se llora con cosas así, de dolor, de impotencia, de amor, de nada, y la marea allá abajo cubriendo la playa y ella cayendo sin dejar de mirarlo, agradecida tal vez, confusa y abandonada.

Tres días después nos enteramos por el periódico que era una escritora venerada en Japón, que tenía 50 años y que era la primera vez que venía a Punta Cana. El tipo que la mató era un ladronzuelo que hacía poco había salido de la prisión de Puerto Isabel y que pasaba por ahí y la calculó indefensa y ella resistió y nada, huyó con la bolsa, lo normal.

Pero a veces cuando vuelvo a mi casa después de cerrar el bar pienso en el muchacho, en la cara triste y agradecida de ella, en la historia que nos inventé a los tres que me gusta más que la verdad y los hago hablando y caminando muy juntos después de haber descansado en alguna banca de la plaza con el olor del mar alargando las horas. Cosas así.