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Un Castillo de Naipes - por David Ballester

La última vez que la vio, ella salía del jacuzzi con una copa en la mano, su cuerpo aún firme, hermoso bajo la luz de aquella luna. Sobre la madera estaba el libro, salpicado por algunas gotas de agua. Ella había aceptado leerlo, y él se había sentido mal aun antes de que posase una mano sobre él, previendo derrota y vergüenza, la inferioridad de la juventud frente a la maestría de la gran Kurogane.

“Treinta años. No es edad, no es edad”. Las voces de tantos otros resonaban en su cabeza cuando, junto al corro de conmocionados curiosos, miraba en silencio el cuerpo de Midori (aquella palabra mágica, su nombre, la llave a su interior, al secreto a todos vedado, capaz de desnudarla en un suspiro, derribar la frialdad), tendido en el suelo, sus ojos abiertos mirando sin ver, el rostro sereno (la misma serenidad que la acompañó toda su vida), la sangre empapando las primeras nieves.

Sentado en el ancho sillón de la cafetería, con un vaso ancho en la mano, junto a la chimenea, observó durante días la procesión de extraños. Reporteros como hienas, al acecho del morbo, turistas haciendo fotografías con sus móviles y un puñado de policías acaudillados por un hombre cansado de pelo revuelto, barba incipiente y corbata aflojada. Sólo unos pocos le conocían a él, y tuvieron la delicadeza de mantenerse alejados, dejarle a solas con sus recuerdos y el alcohol.

Pero un día el detective llegó y se sentó junto a él, y le hizo preguntas que no quiso contestar, porque el pasado no era tal, seguía sabiendo a presente, y hablar de Midori como si ya no estuviese era más de lo que podía soportar. Si lo hacía, el castillo de naipes que había mantenido en equilibrio los últimos días caería, y ya no sabía si sería capaz de volver a levantarlo. Si hablaba de ella como si, en efecto, hubiese muerto, tendría que reconocer que la última vez que la vio no fue saliendo de aquel jacuzzi, sino tendida en la nieve, sus ojos muertos apuntando al cielo y sus manos inertes, llenas de cortes (peleó aun cuando se sabía perdida, aun cuando, al verla, uno no pensaría que tal vitalidad pudiese aflorar de su frágil figura). Así que cerró la boca y mantuvo la vista fija en el fondo de su vaso, mientras el policía comenzaba a hacerse una idea equivocada del papel que él había jugado en todo el asunto.

Los días se sucedieron, uno tras otro, y él empezó a tomar consciencia de la pérdida, de la ausencia. La excitación inicial pasó, y los carroñeros abandonaron aquel nido de águilas para regresar a sus cubiles, dejando a los miserables envueltos en su soledad, en su dolor. No lo hizo así el detective y su enjambre de uniformes, sino que persistió en sus pesquisas, desmadejando el misterio con la sobriedad del funcionario.

Apareció una mañana plomiza ante la puerta de su bungalow, y él no pudo sino invitarle a pasar. El detective le habló de lo que ya conocía, de su relación con la señora Kurogane, de que los lugareños conocían bien los tratos que mantenía con la “madura señora Kurogane” (y esas fueron las palabras exactas del detective, e hirieron de una forma absurda, que resultó infantil, innecesaria).

—La señora Kurogane le sacaba a usted treinta años de edad. Explíqueme, ¿qué tenían en común? ¿Qué llevó a una escritora de renombre a interesarse por… alguien como usted?

¿Qué responder? ¿Cómo expresar que a los veinte años se sentía tan anciano como ella, que en silencio a su lado se sentía más acompañado de lo que se había sentido nunca? ¿Que, por primera vez, había conseguido ver lo que yace más allá de los ojos, que Midori (con aquella llave que era su nombre), le había dejado entrar a su palacio de los vientos? ¿Cómo hacerle entender el dolor que había sentido aquella última noche (cuando ella aún respiraba), al ver su mirada cuando le entregó su texto para que le diese su opinión, tanta decepción, tanta vejez? Y el castillo de naipes cayó.

El detective se levantó para dejarle con su miseria, pero antes de salir, recordó algo.

—En la casa de la señora Kurogane encontramos esto —dijo, devolviéndole el libro—. Lleva su nombre. Escribió algo en la primera página. En japonés.

Abrió el libro y vio el claro trazo de Midori junto al título de su obra.

—Lo mandé traducir. Dice…

—No. Prefiero no saberlo.