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"A-HA" - por Patricia

Era rápida, más que cualquiera de las niñas de mi edad y la mayoría de los niños que conocía. Así que corrí y corrí, todo lo deprisa que podían mis piernas, sin mirar atrás, sin escuchar quién me llamaba, sin querer saber si me seguían.

Sucedió al final del verano, cuando la mayoría de los turistas que llenaban el pueblo donde vivían mis abuelos ya se había ido, y poco antes de mi decimotercero cumpleaños. Yo no sabía qué era la muerte, así que cuando la encontré pensaba que estaba dormida. Después todo se llenó de policías, periodistas, curiosos… que mi abuela echaba a bastonazos de la puerta de casa. Todos querían conocerme, saber qué había visto. Yo solo quería olvidar. Una famosa escritora, venida de Japón ni más ni menos, asesinada en aquel pequeño pueblo de montaña. Cosas tan horribles no sucedían allí desde que terminó la guerra. Así que todos tenían su teoría, su culpable y su motivo. Era de lo único que se hablaba, de la pobre mujer y de la pobre niña que la vio muerta. Llegaron admiradores de todas las partes del mundo y la casa donde ella había pasado el verano se llenó de flores, postales y velas. La persona que estaba en boca de todo el mundo no se parecía en nada a la que yo conocí una mañana que salí a pasear por el monte, sentada en una silla, escribiendo en un cuaderno de tapas estampadas bajo la sombra de un castaño.

La única amiga que había echo en todas las vacaciones era una mujer mayor de ojos achinados que desaparecían cuando se reía y que hablaba muy raro. Cada mañana acudía a su encuentro para que me contara fábulas de lugares que no existían y personajes fantásticos que jamás podría conocer salvo en mi imaginación. Por cada historia yo tenía que responder a cambio a una pregunta que, la mayoría de las veces, me resultaba extraña. Hubo una que no supe responder, el nombre del grupo que adornaba mi camiseta, que había sido de mi tía y me quedaba grande, al igual que los playeros, que tampoco eran de mi número, pero que a mí me encantaban. Pregunté sin éxito a todo aquel con el que no me daba vergüenza hablar, mis abuelos, mis padres y el dueño de la tienda del pueblo, no era gran cosa. Tristemente admití mi derrota y, para mi sorpresa, ella me obsequió con el libro que contenía todas aquellas historias que me contaba y decenas más. Podía quedármelo hasta el final del verano.

Pasé mi última semana en el pueblo aferrada a aquel libro, sin apenas salir de mi habitación, menos aún de la casa, porque a todas horas había alguien fuera, esperándome. Les veía por la ventana intentando hacerme fotos, llamándome para que me asomara. Permanecí allí, escondida, leyendo una y otra vez el libro que mi amiga me había prestado y que ya no podría devolverle. Mis padres decidieron regresar antes de lo habitual, así que ese año no celebré mi cumpleaños en el pueblo. Con los ojos llorosos hice mi maleta y en ella guardé el libro, que había dejado para el final, cuando mi padre entró en la habitación y me dijo que tenía visita. Ante mi negativa añadió un “especial” a la frase. En el patio de la casa, frente a la puerta principal, esperaban dos hombres, me llamó la atención el más bajito, tenía sus mismos ojos pero más tristes. Lo que él me decía lo repetía quien le acompañaba para que yo lo entendiera. Entonces supe qué hacer.

Era rápida, más que cualquiera de las niñas de mi edad y la mayoría de los niños que conocía. Así que corrí y corrí, todo lo deprisa que podían mis piernas, sin mirar atrás, sin escuchar quién me llamaba, sin querer saber si me seguían. Antes de que mi madre consiguiera alcanzarme yo ya estaba de vuelta con lo que no era mío en las manos.

A aquel hombre sumamente triste le devolví el libro que era de mi amiga, que era de su mujer. A cambio conseguí una leve sonrisa y un cuaderno de tapas estampadas. En él se podía leer la aventura inacabada de una niña que vestía vieja camiseta de “A-Ha” y desgastadas converse blancas, dos tallas más grandes.

Verano del 93. Cómo olvidarlo.