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Gotas de agua - por Petra

Jamás habría imaginado, que el viejo buzón de madera carcomida que había sido centinela de mi casa durante casi un siglo, escondiera en su interior el único secreto que mi madre jamás reveló a nadie. La identidad de mi padre.
Mi tía Andrea entró con el viejo sobre amarillento, que acababa de encontrar uno de los obreros que reformaban la casa, entre los restos del buzón. Me hizo sonreír la escrupulosidad con que lo llevaba, entre dos dedos y con un pañuelo de papel para no tocarlo. Pero la curiosidad superaba el asco pues era una carta dirigida a mi madre, que falleció catorce años atrás. Yo tenía dieciséis, y fue mi tía la que se ocupó de mí. Nuestra familia se reducía a nosotras.
Al abrir la carta lo primero que nos sorprendió fue que estaba fechada treinta años atrás. Estaba escrita a mano. Los trazos eran fuertes, y se apreciaban perfectamente a pesar de la debilidad de la tinta. A medida que avanzábamos en la lectura, nos emocionamos por las palabras dulces que encerraba, por los profundos sentimientos que expresaba, y por la tristeza del autor por la separación, que ambos enamorados se habían visto obligados a sufrir. Estaba firmaba por Arsen Borousis, y le decía además, que asumía cualquier responsabilidad que sus actos pudieran haber causado y que si ella se lo pedía hablaría con su familia, y abandonaría su isla Paros, a pesar del dolor que esto pudiera ocasionarles.
Tanto mi tía como yo, no dábamos crédito a lo que la carta revelaba. Una profunda amargura se apoderó de mí. Por culpa de un estúpido accidente, la vida de su madre había sido muy desgraciada. Con tan solo veinte años se había quedado embarazada y soltera. Fue criticada y abandonada por la mayoría de las que decían que eran sus amigas. Sus padres, sufrieron un duro golpe pero la ayudaron en todo lo que pudieron. Y su hermana gemela, mi tía Andrea, se entregó por entero a recuperarla del pozo profundo en el que había caído, y de enfrentar a cualquiera que osara insultar a su querida hermana.
Pasaron los días en los que abundaron momentos de silencios eternos, cada una inmersa en sus propias reflexiones. Yo compadeciéndome de mi madre y de mí, llorando por una vida, que podía haber sido, y preguntándome una y otra vez, si mi madre al recibir esa carta a tiempo, habría escapado de su tristeza y aún seguiría viva. Andrea por su parte, siempre práctica y valiente, pensaba en la forma de comunicarse con mi padre y contarle lo sucedido.
Un día se plantó ante mí con un trozo de papel en la mano. Me lo mostró y me dijo “lo tengo”, yo pregunté qué era lo que tenía y me contestó que el teléfono de Arsen Borousis, en la isla de Paros.
Yo no me atrevía a llamar, pero mi tía marcó y me puso el teléfono en las manos. Tras cuatro tonos, alguien cogió la llamada, y contestó algo ininteligible para mí. Lógicamente hablaban en griego. Inmediatamente colgué y lancé el teléfono lejos. Sentí como mi tía se mordía la lengua y fue a recogerlo. Marcó de nuevo y esta vez fue ella la que esperó la respuesta. Cuando por fin lo hicieron dijo “Arsen Borousis, por favor”. Siempre he admirado su templanza. Para mi sorpresa continuó su conversación en español. El número de teléfono era de las empresas Borousis y la secretaria hablaba español. Educadamente lamentó no poder pasar la llamada al señor Arsen Borousis. Pero mi tía no se rindió y le pidió que le comunicara que tenía una información importante relacionada con Ariana Rodríguez, y que la llamase lo antes posible.
Después de dos meses sin noticia alguna por parte del señor Borousis, y durante los cuales tuve que rogar a mi tía, repetidas veces, que no volviera a llamar, se presentó con dos billetes de avión con destino la isla de Paros. No muy convencida de hacer lo correcto acepté viajar hasta allí.
No conocíamos el aspecto de Arsen Borousis, pero mi tía tuvo una idea. Esperamos en la entrada del edificio Borousis. Al cabo de un rato vimos como se acercaban dos hombres. Al pasar junto a nosotras nos miraron, el mayor se paró de repente y llevó su mano al corazón. Mi pelo era negro y mis ojos azules, idénticos a los suyos. Y mi tía Andrea, bueno, su rostro era exactamente igual al de mi madre.