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EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE LEA - por Peter Cios

EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE LEA

Un hombre en la estrechez y contra el asedio de la miseria espera una carta que convalide cierta dignidad que él agónicamente vindica, y por efecto de ella espera que esa dignidad sea recibida en su entorno, y acatada, y la miseria, en lo posible, remediada. La carta no llega. El correo amontona vanas promesas de prosperidad y flacos recibos de la luz.

Un hombre hila palabras empeñadamente doblado sobre la mesa donde una rosa resiste, un cenicero humea, la máquina de escribir recata sus alborotos detonantes. Por debajo de la puerta el cartero ha empujado facturas, propaganda, sobres con la letra inconfundible de tantos amigos, cuyas señas autógrafas treinta años después valdrán fortunas.

La narración no avanza, el escritor se conforma con dar cuenta de ciertos detalles, el hombre considera las circunstancias inmóviles que lo rodean y lo desalientan, los despojos y humedades de la anciana habitación, una fotografía de tres militares bien humorados en una pose que, a contrapelo de la patente juventud, los hace antiguos; una mesa camilla, donde varios retratos diminutos se alinean y le miran fatigadamente, parezco un cobrador de guagua, carajo; el fondo sepia y efusivo de las novias tutelares inmortalizadas en el momento en que se están casando con él o con otros novios tan parecidos a él según los rasgos y conforme a otras correspondencias todavía accesibles en el aplomo de pega de aquellos fantasmas, aplomo que los zapatos, apropiadamente chicos, menoscaban sin piedad, qué caras de pendejo, carajo.
En fin. Un diploma con la firma del presidente de la República, sujeto conjetural capaz de despachar técnicos en técnicas que se tragó el olvido sin que hubiese ocasión de aplicarlas, sagaz política, el único acierto de su mandato, doctor, en eso salió ganando la patria. Una reproducción a lápiz en la que se representa a Bolívar exento de la estridencia de pasamanería y del sableado decimonónicos, las atenuaciones lo favorecen, mi general. Otra de Rubén Darío, sutil y delicada, le falsificó la cara de bruto, amigo. Diminuta y centrada, considera la firma que los rubrica, quince letras capaces de descomponer por la virtud de su caligrafía el viejo corazón de militar del militar que espera. Carajo. Lo que le cuesta a uno morirse.

El escritor se levanta de la silla, el coronel despliega como un abanico la baraja de sobres que acaba de recoger del buzón, él con la punta del zapato espiga el correo que pasa sobre los mares y bajo las puertas, él reparte el mazo en dos montones, el escritor patea las facturas, goool, y exagera felicidades futbolísticas, uno de los cuales descarta sin mayor averiguación, propaganda, carajo, coño, si una carta de éstas me concediese qué sé yo, una pensión con disculpas y reintegros enredados entre grave aparato de entorchados y certificaciones de este reino que lo es y nórdica nación que por la presente y por adelantado postal le reconoce, (intempestivo oráculo fuera del ordinario uso y razón, como ud. se puede imaginar), el genio llamado a dorar a vuelta de correo la lengua de Cervantes y conferirle pero ya mismo relumbres desde muchos, muchos años más tarde, coño, en alguna de estas cartas podría estar, está escrito mi destino en codigopio, coño, y solo haría falta saberlo retrocriptar, haberlo sabido leer treinta años antes, carajo, goooool, cuando tocaba, coronel, esa tarde prodigiosa, y, muchos muchos años más tarde, el día que nos iban a fusilar, usted y yo habríamos de recordar el recibo del teléfono que había colocado donde nunca jamás ningún guarda-arcos con vislumbres de criatura mortal e instalación terrena sería bastante a atajar, carajo