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Aquel verano - por Guillermo

Web: http://profesorenapuros.es

Hacía calor cuando se oyó el timbre. Un bochorno pegajoso que contrastaba con la frialdad escurridiza de aquel timbre. Era verano.

Se levantó sin demorarse de la butaca y abrió la puerta.

– Buenos días.
– Buenos días.

Era el cartero.

– Creo que es una multa.
– ¿Una multa?
– ¿Va a cogerla? – insistió el cartero.
– Sí, sí, disculpe.

Firmó el recibí y recogió la carta. El sobre estaba muy hinchado. Lo abrió. Dentro se escondía otro sobre. Más arrugado, más amarillo. Menos hinchado. Lo abrió también.

El documento oficial con la multa estaba escrito a máquina. ¿A máquina? Lo miró de arriba abajo. El papel olía a polvo, olía a despedidas. Su textura transmitía nostalgia, tiempo perdido. La fecha… imposible. La fecha hablaba de un día hacía mucho tiempo, quizás demasiado.

La multa detallaba cómo una tarde, hace treinta años, treinta años, sí, treinta años, se saltó un semáforo en rojo, cuánto tiempo ha pasado, cuánto tiempo desde aquella tarde, desde aquel semáforo en rojo, hace treinta años. ¡Qué recuerdos, Dios mío! ¡Qué recuerdos!

Esa multa guardaba una fragancia a sal, a arena, a helado en el chiringuito, a tabaco de liar. Ese semáforo en rojo tenía la piel suave, los labios carnosos, la mirada infinita. Y dos pechos, bajo un bikini escaso para aquella época, porque hacía ya treinta, sí, parecía mentira, pero treinta años son muchos años para un bikini, un bikini que por aquel entonces le volvía loco y que escondía un secreto que el verano se empeñaba en ocultar.

La puerta de la casa seguía abierta mientras él viajaba a otros mundos, en los que conservaba más pelo y menos cicatrices. Aquel verano fue un buen verano. Empezaba la universidad, tenía dieciocho años y un carnet de conducir recién estrenado. Además, la meteorología pareció congeniarse a diario con toda su cuadrilla. Día sí, día también, el sol lucía en todo lo alto y podían escaparse a la playa y pasar allí toda la mañana, todo el día, y salir corriendo, escapar en dirección al tren, cuando la tormenta caía de repente sobre los bañistas. Fue un buen verano, sin duda.

Claro que aquella multa lo hubiera arruinado todo. Las escapadas a la playa, las carreras al tren, los pitillos mirando al mar, los besos fugitivos en el asiento trasero de un coche. Todo se hubiera esfumado para convertir aquel verano en uno cualquiera, aburrido y gris. Castigado y solo dentro de casa, sin poder salir, sin ver la calle. Menudo era papá. Me hubiera cruzado la cara lo primero y, después, se habría acabado el verano. Y adiós a los helados en el chiringuito y al tabaco de liar y a ese bikini, ese bikini que me volvía loco. Lo hubiera arruinado todo.

El final del verano se hubiera llevado a los amigos, como al final se los llevó, porque cada uno marchó a estudiar a una universidad distinta, pero no es lo mismo pasar un último verano juntos, y libres. No es lo mismo. Tampoco es lo mismo un otoño de nostalgias, recordando besos al atardecer y caricias bajo el agua; que un otoño hueco e incoloro, sin recuerdos que arden en las manos y en los labios.

Esa multa lo hubiera arruinado todo. Su padre lo habría castigado, después de cruzarle la cara. Seguramente le habría retirado la palabra, por mucho tiempo. Quizás demasiado. Y el otoño habría sido triste, sin nostalgias, sin proyectos. Seguramente, en la universidad, se habría enamorado una y mil veces. Quien dice enamorarse, dice amores pasajeros, pasionales y fugaces. Al terminar la facultad, habría trabajado con su padre, tratando de pagar por aquel pecado que le costó una multa, aquel pecado que nunca tuvo que confesar, que solo conocía aquella chica de la piel suave y la mirada infinita, aquel bikini que le volvía loco, porque ella estaba con él cuando aquel semáforo en rojo se puso rojo, segundos antes de que ellos lo cruzaran en el coche de su padre, aquel Renault blanco que tomó prestado tantas veces, aquel verano, sin que su padre lo supiera.

– Cariño, ¿qué haces ahí parado?

Aquella piel suave, aquellos labios carnosos, aquella mirada infinita lo observaban curiosos desde la puerta de la cocina.

– Ha llegado una multa.
– ¿Una multa?
– Sí, de hace treinta años.
– ¿De hace treinta años?

Los dos sintieron por un instante la fragancia a sal, a arena, a helado en el chiringuito, a tabaco de liar, que guardaba aquella multa.

– ¿Treinta años ya?
– Treinta años.

Y sonrieron.