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30 años de retraso - por paloto

Web: http://www.pabloelblanco.com

Una tos llegó desde el fondo de la sala haciendo aún más palpable el silencio que dominaba el lugar. Siempre había alguien que tosía en los juzgados, como si el silencio o la justicia se le metiera en la garganta impidiéndole respirar con normalidad.

Centré la atención una vez más sobre mi abogado, un hombre con aspecto enfermizo, tez pálida y movimientos rápidos e imprecisos. Recuerdo el momento en que lo contraté.

– Quiero un buen abogado.

– ¿De oficio?

– Claro, no va a ser abogado como hobby.

Y allí estaba, nervioso, de atención volátil, torpe con el manejo de los papeles e impreciso en su vocalización.

– Llamo a… declarar a… María Galindo –indicó en voz alta entrecortada.

Miré hacia atrás. Entre la multitud que se agolpaba en la sala María se puso en pie. A su lado descansaba su hija, Julia a la que observé con detenimiento. Su aspecto era bastante lastimero. Sus ojos hundidos evidenciaban algún tipo de patología nerviosa, su cabello canoso y sus arrugas invitaban a pensar que había llevado una vida dura marcada por algún tipo de trastorno. Además, la mitad de una de sus orejas había sido arrancada, y aunque ya había cicatrizado, le daba un aspecto de lo más siniestro.

Invadido por la lástima, le sonreí y no obtuve como respuesta más que una dura mirada de odio y rencor. Aparté la vista.

Mientras su madre, María, caminaba hacia el estrado, recordé las declaraciones de los anteriores testigos. En primer lugar fue llamado a declarar a un tal Alonso, el funcionario que había hallado el paquete extraviado y por el que yo había demandado a Correos por la cantidad de medio millón de euros.

– Cuando terminé el pitillo me puse a comer cacahuetes. Fumamos en el almacén cuando hace frio. Se me cayó un cacahuete bajo un armario y me agaché para recogerlo.

– ¿Qué halló bajo el cacahuete? Bajo el mueble. La estantería. –preguntó el abogado con su temple habitual.

– Encontré un sobre viejo.

– ¿Qué contiene… contenía el sobre?

– Una carta y unos restos pegajosos de una cosa de algo.

A continuación fue llamada a declarar a una experta en “restos pegajosos de una cosa de algo”.

– ¿Puede describirnos el contenido del sobre hallado?

– Sí, puedo –respondió la mujer.

Mi abogado pareció contrariado por el silencio que siguió a las palabras de la mujer.

– ¿Le importaría hacerlo AHORA para toda la sala?

– No, no me importaría.

La mujer guardó silencio y se revisó las uñas con parsimonia. El abogado abrió y cerró los ojos repetidamente. Casi pude escuchar el sonido del sistema operativo al reiniciarse en su cerebro.

– Ha… hágalo, por favor –terminó por decir.

La mujer explicó entonces que los restos hallados pertenecían a una oreja humana seccionada. El material orgánico se había degradado hasta no ser más que una mancha en el sobre, pero el cartílago parecía permanecer en perfecto estado.

María Galindo alcanzó el estrado y paseó su mirada por la sala hasta dar conmigo. Una vez más le sonreí y no obtuve más que una airada mirada de reproche. Parecía que Julia había heredado las malas pulgas de su madre.

Tras una serie de preguntas de protocolo y juramentos de veracidad, mi abogado habló con toda la firmeza que podía reunir. No era demasiada.

– ¿Cómo se sintió cuando se enteró de que su hija había desaparecido?

La mujer miró con odio al abogado. Repartía miradas asesinas como si fueran helados.

– Desolada e impotente.

– ¿Diría que habría dado lo que fuera por saber que estaba bien?
Una vez más, la mujer parecía reacia a responder, pero finalmente lo hizo.

– Claro. Es mi única hija. Hubiera dado cualquier cosa.

– ¿Medio millón de euros?

El abogado defensor negó con la cabeza. El mio parecía exultante.

– Sí –reconoció finalmente la mujer que rompió a llorar de inmediato.

– No hay más respuestas –dijo con elegancia mi abogado antes de rectificar y hundir aquel aura de superioridad que había logrado –Esto… ¡preguntas! ¡No hay más preguntas!

Se sentó a mi lado y se escondió ruborizado tras unos papeles.

Lo había hecho bien. Correos había perdido mi carta con la petición del rescate y parte de la oreja ensangrentada de mi rehén. De no haberse extraviado, la adinerada familia de la víctima me habría enviado el dinero. Yo ya había pagado con veinte años de cárcel, ahora le tocaba al Estado indemnizarme a mí. Era lo justo.