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Una vida en siete cartas - por Lorena

Julia llevaba dos años viviendo en la casa cuando recibió las cartas.
Eran siete sobres de distintos grosores y tamaños, amarillentos por el paso del tiempo, que le había entregado el cartero atados con un cordel.
El hombre le había dicho que las cartas aparecieron en la oficina de correos durante unas reformas. No sabía qué hacer con ellas porque la destinataria y el remitente habían fallecido hacía tiempo, así que decidió entregarlas en su antigua dirección. Le confesó que tirarlas a la basura le parecía de mala educación.
Julia sabía que la pareja no había tenido hijos y que los parientes vivos más cercanos estaban fuera del país. Fueron estos últimos los que le vendieron el piso y le contaron su historia. Eran un matrimonio joven cuando pasó. Él, Tomás, se había ido a trabajar fuera durante unos meses. Ella, Ana, no soportó la soledad y se suicidó pegándose un tiro. Tomás había fallecido al mes siguiente de un ataque al corazón.
Esa era la versión corta de unos familiares que no los habían conocido.
Los vecinos decían que Ana era una chica muy sensible y callada, que era de esperar que no soportase vivir lejos de él, que quizá se volvió loca imaginando lo que estaría haciendo Tomás tan lejos.
De él decían que era un chico muy guapo que la quería con locura y que sólo se fue porque necesitaban el dinero para pagar la casa, pero que dejarla allí le costó muchísimo. También decían que el se había muerto de pena, sintiéndose culpable por la muerte de su mujer.
Julia le arrancó las cartas de las manos al cartero, le dio las gracias y le cerró la puerta en las narices. Tenía que leerlas.
Unas cartas que nunca se habían recibido de un devoto marido a su anhelante esposa. Empezó a imaginar como él le contaba a ella lo mucho que la echaba de menos, dándole fuerzas para seguir adelante y aguantar un poco más. Si esas cartas hubiesen llegado en su momento Ana seguiría viva.
Julia sintió una enorme presión en el pecho. Una mujer había muerto hacía treinta años porque alguien había extraviado esas cartas. Deseó poder hablar en ese momento con ella, decirle “¡Él te quería, te escribió!”. Deseó poder viajar en el tiempo y quitarle la pistola. A falta de una solución mejor hizo lo único que podía hacer: las leyó.
Ordenó las cartas por fecha. Quería hacerse una idea fiel de lo que había ocurrido. Al principio Tomás escribía semanalmente pero las ultimas las había escrito con días de diferencia, seguramente preocupado por la ausencia de respuesta. Había una especialmente gruesa, la última, que le llamó la atención pero se obligó a no abrirla hasta leer las anteriores.
La primera era de septiembre de 1980 y la última de mediados de octubre de ese año. Si no recordaba mal Ana había muerto a finales de ese mes. Sintió otra vez la presión.
Empezó a leer. Era una carta bastante corta que la dejó muy decepcionada. Tomás le contaba a su mujer que el trabajo era duro pero que merecía la pena, que había conocido a mucha gente y otras anécdotas sin importancia. Nada de romanticismo. Las dos siguientes eran más o menos iguales. Parecían más bien diarios de un hombre aburrido, no de un ardiente enamorado como había esperado Julia. Tomás no preguntaba en ningún momento como estaba Ana, sólo le repetía una y otra vez que no se olvidase de anotar todos sus gastos.
Le recordaba con frases nada sutiles que ella era su mujer y que se guardase mucho de hacer cualquier tontería porque se acabaría enterando. Se alegraba porque enseguida podrían contratar una línea telefónica y así podría dejar de perder tiempo con esas cartas. En resumidas cuentas: Tomás era una imbécil de marca mayor.
Julia se quedó tan desilusionada que estuvo a punto de no terminar de leerlas y tirarlas directamente a la basura. Pero la última carta le intrigaba. Siguió leyendo.
Tomás cada vez se impacientaba más por la falta de respuesta de su mujer y desvariaba sobre supuestas infidelidades con varios hombres a la vez.
La paranoia llegaba a su culmen en la penúltima carta en la que Tomás aseguraba a Ana que si no le contestaba se presentaría allí una noche, sin que nadie lo supiese, y la mataría.
La última carta, aquella que tanto le había llamado la atención, contenía sólo una cajita de cerillas. Dentro había una bala.