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El mensajero - por arveloky

Web: http://universosenblanco.wordpress.com/

Japón, 1598.

Era una casa maltrecha, de aquellas que sólo se sostienen a base de fuerza de voluntad. Y la voluntad pertenecía al hombre que con sus manos recolocaba cada una de las tablas que poco a poco habían dejado su lugar original. Era su trigésimo cumpleaños. Se volvió para coger un martillo y el muchacho continuaba allí plantado.
—No tengo tiempo para tonterías, no pienso acoger a nadie, si es lo que buscas.
—No necesito techo, me cuido bastante bien. —Tendría unos veintiún años; pero aunque apenas era un hombre, sus ojos reflejaban una profunda experiencia—. Feliz cumpleaños, por cierto.
—¿Cómo puedes saber eso? —El hombre dejó de trabajar y prestó atención por primera vez.
—Esta carta le fue confiada a mi madre hace veintiún años. Un hombre se la dio en su lecho de muerte y le hizo prometer que sería entregada en la fecha indicada, cuando el remitente cumpliera treinta años de edad. Yo había nacido sólo unos meses antes. Así que es una historia que me ha acompañado toda la vida.
—¿Cómo es eso posible? ¿Quién era ese hombre? ¿Cuál era su nombre?
El muchacho meditó mientras el viento le golpeaba la cara. Los nombres no importaban, sólo el camino que has seguido y las huellas dejadas mientras lo recorres.
—Nunca he sabido su nombre. Sólo se que luchó innumerables veces y protegió ese mensaje con su vida…

Japón, 1573.

El guerrero sin nombre corrió entre la multitud que se aglomeraba en el mercado, reconoció su rostro enseguida, tenía todo el día buscándolo y no lo dejaría escapar nuevamente. Atravesó el mar de gente y cuando estuvo lo bastante cerca aferró firmemente el brazo del perseguido.
—Suélteme, yo no he hecho nada, lo juro —gritó el niño despavorido.
—Yo no daría mi palabra sin pensar un poco si he hecho algo.
—Oh, es usted, señor samurai. ¿Qué quiere?
—Ayer me robaste…
—Le juro que no, señor…
—…ayer me robaste. No me importan las monedas, puedes quedártelas; pero en la bolsa llevaba un sobre. Para ti no vale nada, lo quiero de vuelta.
—Se lo devolvería encantado, fue usted muy amable conmigo. Pero ya no lo tengo.
—¿Quién lo tiene?
—Lo tiene… —El niño titubeo—…mi “padre”. Le doy todo lo que recaudo.
El samurai vio las magulladuras debajo de la sucia ropa y soltó el brazo del niño.
—¿Te obliga a robar?
—Nos trata bien.
—¿A ti y tus hermanos?
—A mí y los demás.
—No es tu padre, ¿verdad?
—No.
—Podrías irte. La vida en la calle es dura; pero no tanto como la que estás viviendo ahora.
—Él me encontraría, señor. Tiene ojos en todas partes.
El pequeño aprovechó el descuido del guerrero para escabullirse y en menos de un segundo se internó entre el gentío. Cuando cruzó unas cuantas calles dio por perdido al samurai. Ese día no podía seguir haciendo su ronda, debía volver a la guarida. Sabía que se llevaría un castigo; pero no le quedaba más opción.
Cuando llegó al oscuro callejón donde solía dormir, allí lo esperaba el hombre corpulento al que odiaba llamar de vez en cuando “padre”. Lo cogió del cuello y lo empotró contra una pared.
—Me han dicho que te vieron hablar con un samurai.
—Yo no hablé, él me atrapó.
—¿Qué le dijiste?
El chico sabía lo que le esperaba. Se atrevió a mirar el rostro de furia del “padre” y le infundió terror. Un objeto chocó contra la frente del hombre y rebotó hasta las manos del niño.
—¿Qué mierda es eso?
—Una manzana, te la puedes comer, pequeño —dijo una voz desde la entrada del callejón.
—¿Quién eres tú?
—No te interesa mi nombre. Pero tienes un sobre que no he de perder de vista —respondió el samurai sin nombre—. Niño, ¿por qué no te comes la manzana en la calle? Tu “padre” y yo tenemos que hablar.
El pequeño corrió sin dudarlo dejándolos solos.
—¿Qué tiene esa carta que es tan valiosa para ti?
—Nunca la he leído, me fue confiada y velaré porque llegue a su destino. Yo sólo soy el mensajero, nada más…
Cuando salió del callejón se acercó al pequeño y le entregó una bolsa llena dinero y le prometió que su “padre” jamás volvería a abusar de otro niño.

Se alejó con el sobre entre el cinturón y la katana, sin abrirlo nunca. El mensaje no le importaba, sólo que llegara a su destino el día señalado, aunque su vida se extinguiese mucho tiempo antes.