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El constructor de violines - por David Ballester

Jarek Melnyk trabajaba la madera de arce con el mismo amor con el que habría acunado a sus hijos, si los hubiese tenido, o habría abrazado a su esposa, si ella siguiese a su lado. A sus más de sesenta años seguía conservando el temple y la fuerza para moldear y encolar, lijar y dar forma. Trabajaba cada mañana con dedicación, concentrado en su arte. Las pocas veces que se permitía un respiro salía de su taller para observar aquellas verdes colinas y valles boscosos, atravesados por riachuelos de agua fresca y caminos de tierra. El edén del norte.

Muy de vez en cuando, el famoso constructor de violines Jarek Melnyk se permitía recordar cómo había sido su vida antes de aquel retiro, antes de encerrarse en su torre de marfil. Siempre era de noche cuando la nostalgia le asaltaba, envuelta en sus ropajes de bourbon y humo. Jarek abría el viejo baúl a los pies de su cama y sacaba aquel estuche negro en el que reposaba el fantasma de su pasado, un violín gastado que olía a tiempos pretéritos, a éxito y promesas, a veladas de vino y risas que se deshicieron entre sus dedos. Con aquel violín, el viejo Jarek salía a la fresca noche y hacía de los pinos y las estrellas su auditorio. Sus manos recordaban, y el arco volaba sobre las cuerdas dejando que sus dedos esculpiesen formas en el mismo aire, invocando imágenes en su mente, bellas en su abstracción, indistinguibles al tratar de atraparlas en un pensamiento, promesas de claridad y hermosura al dejarlas escapar.

Una mañana llegó Nichole, acompañada de un leve aroma a lavanda. La joven Nichole, tan guapa, tan frágil, enamorada del arte del viejo constructor de violines, del músico que fuese hace años (“En otra vida, Nichole. Otra vida”). Enamorada del corazón roto del señor Melnyk y de sus silencios cargados de palabras ansiando ser dichas.

—Le traigo el correo —dijo al salir de la cocina. Traía en su mano una taza de té—. Llamaron preguntando por su último encargo. No he sabido qué decir…

—Que esperen —dijo Jarek. Tomó la taza de té que Nichole le tendía y dio un corto sorbo—. Muchas gracias. ¿Algo interesante? —preguntó señalando el puñado de cartas.

—Algunas facturas, cartas del banco. —Nichole pasaba los sobres uno tras otro—. Umm… esta es personal. Tenga.

—¿De dónde ha salido? —preguntó Jarek tras examinar el sobre.

—No lo sé. Venía con las demás. ¿Qué ocurre?

—¿Te importaría dejarme solo?

Cuando Nichole se hubo marchado, Jarek se dejó caer sobre un banco, junto a la mesa de trabajo. Con mano nerviosa, abrió el sobre y extrajo el papel, viejo y amarillento.

“Querido Jarek,

Que el silencio no te atrape. Que no sean mis manos la que acallen el don que reside en las tuyas, por exigirte demasiado, por pretender de ti lo que no puedes darme. Tenía que elegir, Jarek, entre tenerte a ti, marchito y odiándome por haberte obligado a abandonar tu pasión, o dejarte ir y observarte en secreto desde el palco, conformarme con el amor que tu violín hace sentir, saber que haces lo que quieres. No puedo relegarte al silencio, Jarek. Debes entregarte a tu música.”

Nichole supo que algo no andaba bien con el señor Melnyk y aquella noche, después de la cena, fue a verle. Lo encontró derrumbado en un sillón, casi a oscuras, con la carta tirada sobre la mesa.

—Treinta años tarde —dijo Jarek, sin mirarla siquiera—. Esa carta tuve que haberla recibido hace treinta años, antes de salir al escenario por última vez.

Nichole tomó la carta y la leyó, sentándose frente al viejo violinista.

—Pensé que me había dejado porque no me amaba, porque odiaba la persona en que me había convertido. Por eso abandoné los escenarios. Por eso vine a parar aquí. Pensé que me había quedado solo.

—Ella le amaba —dijo Nichole, hablando entre susurros.

—Eso parece. —La sonrisa del señor Melnyk parecía cansada. Se levantó sin decir palabra, y volvió al rato con su antiguo violín—. Permíteme —dijo, tomando la carta de manos de Nichole. Con suaves movimientos, dobló el papel, y lo introdujo a través de una de las efes del violín—. Ahora estará donde pertenece.

—¿Le gustaría tocar algo para mí? —preguntó Nichole.

—Sí —dijo Jarek, con lágrimas en los ojos y una sonrisa. Antes de hacerlo, alzó su vaso lleno de bourbon—. Por mi otra vida.