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Estimado señor J. Kennedy Toole - por Alejandro Gamero

Web: http://www.lapiedradesisifo.com

Con la mano derecha sostenía la medalla del premio Pulitzer y con la izquierda la carta que podría haber salvado la vida de John Kennedy Toole. Los sopesaba como si fuera una balanza, dejando caer levemente la derecha. Incluso en la más estricta intimidad, lejos de las miradas de periodistas, admiradores y curiosos, Thelma tenía tendencia a ese tipo de dramatismos. Tocar un fragmento de las Variaciones Golberg, tomar una copa de bourbon o leer un puñado de páginas de La conjura de los necios en edición de Louisiana State University Press Baton Rouge de 1980 eran algunos de esos pequeños rituales cotidianos sobre los que había ido construyendo su vida últimamente. Pero aquella inesperada carta había quebrado la minuciosa sucesión de rutinas volviéndole todo del revés. Durante los últimos dos días no había hecho nada aparte de releerla una y otra vez y acariciar obsesivamente el Pulitzer al calor de la chimenea. Eso, y calcular las posibilidades y las consecuencias de un universo en el que la carta hubiera llegado a tiempo, hacía veinte años, y su hijo no se hubiera suicidado.
Tras la publicación de La conjura Thelma llevaba un par de años malviviendo entre las migajas de un éxito que sabía efímero y las viejas glorias de una memoria llena de claroscuros. No había pasado ni un solo día en los últimos veintitrés años sin recordar la fría noche del veinticinco de enero en que vio a John por última vez. Demasiados años de fracasos acumulados. Demasiadas editoriales recorridas con el manuscrito bajo el brazo. Demasiadas veces de escuchar la misma frase cuando le preguntaba cómo le había ido: «De momento no les interesa, me han dicho que ya se pondrán en contacto conmigo». Y después del rechazo de Simon and Schuster todo había ido rápidamente a peor. A Thelma, que siempre considerado el suicidio como la salida del cobarde, sólo le quedaba el triunfo de aquel libro como único resquicio de orgullo.
De nuevo cogió el sobre, con el membrete de la editorial Charles Scribner´s Sons y dirigida a la atención del señor J. Kennedy Toole. Dentro estaba la carta, fechada en Nueva York el 13 de noviembre de 1962, hacía casi veinte años. La sacó del sobre y la leyó por enésima vez:

Estimado señor J. Kennedy Toole,

Leído su original, le comunicamos que su novela nos ha parecido una de las grandes obras maestras del siglo XX. Le informamos de que estamos tremendamente interesados en su inmediata publicación. Así mismo le rogamos que se ponga en contacto con nosotros lo antes posible para negociar las condiciones del acuerdo.

Atentamente se despide Charles Scribner IV.

Por supuesto que John nunca la contestó. De haber publicado con Charles Scribner´s Sons el mundo hubiera conocido antes la grandeza de La conjura y le hubiera reconocido como el genio que era. No se habría suicidado y habría seguido escribiendo obras maestras. John tenía cuerda para rato. Pero no pudo ser porque la carta no llegó a tiempo.
Una vez más tuvo ganas de llamar a Kenneth Holditch, la única persona de confianza por el apoyo demostrado en toda aquella historia del manuscrito inédito de John. Pero no sabía si debía contárselo a alguien, si la carta debía salir a la luz o no. Por una parte aquella carta confirmaría que su hijo había sido reconocido en vida, pero por otra resquebrajaría la leyenda sobre la que, ella misma lo reconocía, se había cimentado el triunfo de La conjura. Además, detestaba aquel trozo de papel que sostenía ahora en las manos. Aquella carta, que nunca había llegado a su destinatario, era como la póstuma e injusta confirmación del genio de su hijo, como una risotada burlesca e irónica a destiempo, un portazo a las puertas del paraíso, el empujón final al borde del abismo, el tubo que le había gaseado hasta la asfixia.
Sería mentira decir que, incluso después de pensarlo durante dos días, la decisión final fue meditada. Más bien fue como una descarga inesperada, como si un resorte secreto del sillón la hubiera lanzado contra las llamas de la chimenea. Seguramente la carta necesitó menos tiempo para prender completamente del que John había necesitado para acabar con su vida. Mientras el papel ardía sintió que destruir aquella carta y ocultar para siempre el secreto llevándoselo a la tumba era en cierto modo una manera de devolverle parcialmente a John. El mundo ya nunca sabría que una carta podría haber salvado la vida de John Kennedy Toole.