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Una carta 30 años después - por Inquieta

Una carta 30 años después.

A Lucía le sorprendió encontrar otro sobre dentro del que le había entregado el celador: Un correo sin remitente. Lo sopesó, lo olió. Olía al moho que ya se manifestaba por las esquinas de aquel amarillento sobre, evidentemente viejo y maltrecho.

Leyó:

“Madrid, 14 de abril de 1981”
Todo su cuerpo se tensó. Era el día de su cumpleaños, en ese año cumplió 15. Siguió leyendo presa de una euforia irracional.

“Querida niña:
Cuando recibas la presente carta ya no estará en tu mano llevar a cabo ningún tipo de venganza sobre mi persona. Estaré muerta y enterrada y espero que el hecho de tener el valor, ahora, de estar redactando esta carta, me redima de mis pecados cuando la tierra descanse sobre mis huesos y el Señor comprenda que no he sido nada más que su fiel servidora.
Inocente Lucía, eras un bebé precioso, un poco escuálido, pero nadie diría que estabas a un paso de la muerte. Sí, naciste con una extraña enfermedad diagnosticada como “solcumento” vulgarmente se os llamaba “endemoniados”. Al comunicárselo a tu madre se espantó. Era una muchacha muy joven, de poca cultura y madre soltera. Se le vino el mundo encima cuando supo que había dado a luz una especie de monstruo. Es verdad que tal vez le exageramos un poco la gravedad de tu situación, tenía allí presente al monseñor y Dr. Monsolís, que estaba interesadísimo en tenerte como paciente y probar la medicación que había investigado de forma clandestina sobre tu enfermedad. No tenía pacientes con esa afección y sin evidencias nunca obtendría el reconocimiento en su investigación. Colaboré a sabiendas de que ibas a ser un conejillo de indias, pero esa era la única forma de avanzar en una investigación que podía suponer encontrar la vacuna para tan terrible enfermedad. …”
Lucía se sentía hervir por dentro.

-¡Él sí que alimentó el demonio que llevaba dentro, el muy cabrón! -soltó mientras le rechinaban los dientes.
“Oficiamos tu muerte ante un blanco ataúd vacío, por cierto, fue el mismo monseñor Monsolís el que rezo ante el altar por tu alma. Fue un sepelio digno de un impoluto enviado del Señor.
Te instalamos en una cuna junto a la habitación de los laboratorios de la universidad de Biología de Madrid. Él te cuidaba y experimentaba de día. Yo me quedaba por las noches para que no hicieras ruido y te descubrieran. Fueron noches entrañables, donde se despertó mi vocación maternal. Te quise como hija mía. Tu mueca, a falta de otra posible expresión, me hacía feliz. Así pasaron cuatro años hasta que pude traerte al convento. Unas cuantas monjas colaboraron encubriéndome y dejando que vivieras en mi celda. Les dabas pena, te veían tan poca cosa y tan enferma que sabían que no ibas a estar mejor en ningún sitio que conmigo. La madre superiora se enteró y te arrebataron de mi lado. Ingresaste en algún hospital mental del cual nunca me dijeron su nombre. Desesperé y por eso estoy escribiendo la presente.

Ahora que estoy al umbral de la muerte, espero que mi enfermera tenga a bien enviar esta carta de la cual no me he despegado desde entonces. Era terrible decírtelo en persona, sé que te hubiese podido localizar como lo ha hecho Irene, mi enfermera, pero no pude. Te deje en manos de personas profesionales y frías que no sabían nada de ti, ni de tus noches de pesadillas, ni de tus dolores, ni del monstruo que albergabas dentro y que sólo yo sabía frenar.

Perdóname Lucía si puedes. No quería morir sin que supieras que esta humilde mujer te ha querido como si fueses su propia hija”….

Lucía metió el papel en su bolsillo, no quiso saber más justificaciones de aquella maldita arpía, y, como gato enjaulado, empezó a dar vueltas por los dos metros cuadrados que medía su celda.
Ese papel le servía de prueba como atenuante para librarse de su encarcelación de por vida. No estaba endemoniada, simplemente tenía la mente manipulada por un científico loco. Alegaría las violaciones continuadas que había sufrido por el despiadado Monsolís en aquel lúgubre hospital donde la visitó a lo largo de toda su vida para hurgar en su celebro sin piedad, clandestinamente. Eso fue lo que la llevó a clavarle los dientes en la yugular hasta desangrarlo y sacarle el corazón para absorber lo que le había arrebatado.

Lucía se sentó en su catre, feliz, por fin con una sonrisa, reviviendo el delicioso sabor de aquel malnacido corazón.

Inquieta, noviembre de 2012