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HACE TREINTA AÑOS - por LunaClara

Manuel llegó tarde a casa. El trabajo, otra vez. Estaba deseando leer la nueva carta que había recibido. Una mujer se las enviaba al despacho. Le habría gustado conocerla. Recibir cartas anónimas de alguien que le llamaba “amor” excitaba su monotonía diaria. Leyéndolas se sentía muy bien. Lo necesitaba.

Tenía 59 años, muchas canas y algo de sobrepeso. Amargado y aburrido, el trabajo ya no le ilusionaba como antes. Con su esposa, aún siendo buena ama de casa, siempre sonriente, ya nada era lo mismo. Dormían en habitaciones separadas desde que su hijo se marchó a estudiar.

Entró en la cocina sin hacer ruído. No quería despertar a Sara. No tenía ganas de verla. Cogió un vaso de leche y se sentó. Sacó un pequeño sobre del bolsillo interior de su chaqueta. “Para Manuel”, leyó en su anverso. Desplegando el papel se fijó en su fecha: “junio de 1982”. “¿1982?”. Desconcertado, con su bolígrafo escribió en el sobre: “Hace treinta años”.

Creía que era una chica joven. Ahora resulta que no. “¡Una antigua novia!”, se rió, “¿será posible? A ver qué me dice ahora”. Apuró el vaso de leche y comenzó a leer la carta.

“Querido amor:”.

“Siempre empieza así. Tiene gracia”, pensó Manuel, socarrón.

“No sé cuándo hacerte llegar esta carta.
Lo haré en el momento adecuado.
Esta es la primera de un número ilimitado que, creo, tendré que enviarte”.

“Vaya”, pensó él, “interesante”.

“¿Sabes por qué? Plasmar en un papel lo que uno sufre o piensa te hace sentir mejor. Ambos, por nuestra forma de ser, hemos propiciado este ingenioso carteo capitaneado únicamente por mí”.

“¡Dios! Lo que yo decía… ¡Una novia despechada!”.

“Cuando compartes lo que has escrito con la persona que amas, te lee y te acepta como eres, el amor entre ambos se hace más profundo.

Por si aún no sabes quién soy, Manuel, te diré que hace un año me casé contigo…”.

“¿Sara? ¿Ella ha escrito todo esto? ¿Ella?”, pensó incrédulo. El corazón se le aceleró. Saltó del taburete. Corriendo hacia el altillo del pasillo cogió un cofre donde guardaba toda esa extraña correspondencia. “¡Sara! ¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto? ¿Qué daño te he causado yo?”.

Volvió a sentarse en la cocina. Es verdad que su matrimonio iba mal. En realidad, no iba. Hacía años ya. Pero esas cartas llenas de amor… Él se las había tomado a broma. Abrió el cofre y cogió una carta al azar. “Para Manuel. Hace dos años”:

“Querido amor:”, notó cierto decaimiento. “Me siento sola. Una impotencia me zarandea sin piedad. Tu presencia me hace sentir bien. Tú nunca te das cuenta. Después de tanto tiempo.”

Manuel no pestañeaba. “¿Por qué nunca me lo dijo? ¿Por qué este modo absurdo de dirigirse a mí? Yo nunca noté nada”. “¡Dios!”, pidió entristecido, mirando al techo. “¡Uno de esos absurdos ligues tenía que haber sido! ¡No ella!”. Guardó esa carta. Sacó otra. “Para Manuel. Hace seis meses”:

“Querido amor: Envidio a los que te tienen a su lado y pueden disfrutarte. Envidio ese sol que te da calor, la lluvia que refresca tu rostro cansado y la luna que, divertida, te acompaña por las noches y te hace dormir.

No quiero perderte. Prefiero verte ahí, en la cima, por tu exitoso trabajo y no poder tocarte, a enterrarte en lo más profundo de la tierra con mis propias manos.”

Manuel, angustiado, fue repasando una a una todas sus cartas. “Para Manuel. Hace dos semanas”, “Para Manuel. Hace tres meses”, “Para Manuel. Hace cuatro años”…

Retomó la carta escrita hace treinta años:

“Me he casado contigo. Ahora todo es felicidad. Tengo a tu hijo en mi regazo. ¿Cuánto durará esta dicha? No lo sé. Dependerá de tí y de mí, supongo, de nuestra actitud y forma de querernos. Tu trabajo me come terreno, pero no deseo apartarte de él.

He jurado ante Dios que alimentaré este amor todos los días de mi vida. Odio discutir. Así que, si lo que quiero no lo tengo, haré de tripas corazón, te querré con toda mi alma, escribiré cartas de vez en cuando…¡Ojalá te hagan soñar en los tiempos malos! Y esperaré, con una paciencia infinita, a que pronto caigas en la cuenta y rectifiques”.

Manuel ya no podía aguantar más. Fue hacia la habitación de Sara. Abrió la puerta y entró. Ella leía en la cama, bajo la tenue luz de su lamparita. Se miraron. Sara sonrió:
– ¡Por fín!
Y Manuel, estrechándola entre sus brazos, la besó.