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Carta desde el pasado - por Abbey

Un día más. Para mí los días se iban solapando una con otra sin diferencia entre ellos. Siempre la misma rutina. Mis mañanas empezaban con el zumbido el despertador, la ducha rápida, desayuno desganado, y autobús hasta la oficina. El trabajo se había convertido en un contínuo contestar al teléfono y el anodino y profesional” no cuelgue, enseguida le paso”, que había acabado por irritarme más a mi misma que a mis interlocutores. Cuando, por fin, las llamadas cesaban y se apagaba la lucecita del monitor, repetía el ritual de la mañana pero a la inversa; autobús a casa, recoger el correo, cena rápida, improvisada, algo de tele y al final, aburrida y derrotada, hastiada y sin ganas, volvía al lecho, todavía con las sábanas revueltas.
Y todas las noches la misma reflexión: ¿cómo he llegado a esto?, ¿en que momento del camino me dí por vencida? ¿dónde han quedado mis proyectos, mis ambiciones, mis sueños de fotografiar el mundo entero?… Y la respuesta era siempre la misma: él me los robó, los metió junto con el resto de sus cosas en la mochila y se los llevó lejos, muy lejos de mí… tan lejos que desde entonces no los he vuelto a encontrar, no he logrado recuperar esa ilusión que cincelaba una sonrisa en mi cara, que me llevó por todo el mundo buscando lugares, paisajes, personajes que poner delante de mi objetivo, que me hacía sentir viva…
Todo eso ha cambiado hace una semana. Entre la impolutas cartas del banco y los sobres multicolores de propaganda que saqué del buzón, se deslizó un sobre que llamó mi atención instantáneamente por su chocante aspecto. El color del sobre se había amarilleado, degradado, confiriéndole un aspecto apergaminado. La dirección se había escrito a mano con tinta azul bastante decolorada. Pero mi mayor sorpresa fue el leer el nombre de la destinataria: ¡era una carta para mi madre!. Sentí un pellizquito, una punzada de dolor en mi interior a la altura del corazón. La pobre me había abandonado hacia ya más de 15 años. Condenada a consumirse durante largos meses, se había ido, apagándose poco a poco…
¿Quién se dirigía a ella?, y ¿para qué?. La tinta del matasellos estaba tan descolorida que el lugar de origen no se distinguía, pero me pareció adivinar una fecha: ¡septiembre de 1982!. ¡Dios mio!, esta carta se había enviado hacía 30 años…
No había remitente. Dudé por un momento en abrir o no el sobre. Me pareció una invasión de la intimidad de mi madre, pero algo en el trazado de la letra me resultó familiar y finalmente me decidí a abrirlo. Con dedos temblorosos y expectante saqué dos fotos del interior. Miré la primera por un instante y no pude reprimir un grito de asombro. Una jovencita morena me devolvía la mirada sonriente, sosteniendo un pequeño pastel de chocolate con una solitaria vela encendida sobre él. Detrás escrito a mano se leía: ¡Felicidades mamá!. Era yo!!!. Entonces recordé. Recordé aquella tarde de verano en la playa. Allí fui feliz. Lo tenia todo; mi juventud, mi cámara inseparable, a él….
La segunda foto era de un paisaje de esa playa. Se podía adivinar una playa tranquila, con aguas mansas y turquesas y de longitud infinita. A la derecha tres pequeños de piel muy oscura sostenían, sonriendo y a duras penas, un enorme pez mientras, en segundo plano, un anciano de pelo blanco y abundante, sostenía una red y una modesta caña de pescar y miraba con ojos brillantes y satisfechos a los niños. Recordé lo orgullosa que siempre estuve de esa foto. No por su belleza, ni por una composición artística especialmente brillante, si no porque fue la primera vez que conseguí transmitir un sentimiento con mi fotografía, el orgullo de abuelo y el orgullo del pescador por su pieza. Ese pequeño logro supuso el principio de la etapa más feliz y plena de mi vida
Contemplando las fotos sentí un terremoto que sacudió mis entrañas. Tal vez era un mensaje, un recordatorio de lo que fui… y de lo que debería ser. Esa chica de la playa me llamaba, me estaba esperando y, de alguna manera, sin ruido, algo fue creciendo en mi interior. La necesidad de volver a vivir esos momentos, de reunirme con ella. El empuje para renunciar a mi presente y correr tras mi sueño olvidado. La certeza de que ya nada volvería a ser igual.
Una solitaria lágrima descendió hasta mis labios enfundados en una gran sonrisa