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La verdad - por Isabel Hernández Sandoica

Rasgó lentamente el sobre amarillento, salpicado de polvo y manchas de treinta años de extravío. Se sobresaltó al escuchar el teléfono.
-Lucía, ¿qué tal hoy?
-Hola, Adolfo. Algo mejor, parece que me duele menos.
-Me alegro. ¿Necesitas que te lleve algo?
-No, pero quiero que vengas. Ha llegado una carta dirigida a mamá. Me gustaría que la leyéramos juntos. ¿Podrías venir ahora?
-¡Claro! Son casi las dos. Salgo enseguida. Cojo un pollo asado y comemos juntos, ¿de acuerdo? Pero,…¡qué raro, una carta para mamá después de tanto tiempo! ¿Cuánto hace que murió, Lucía?
-Diez años ya.
-¿Podrás esperarme? No tardo
-Te espero, Adolfo. Hasta ahora.

Mientras abría el vino y preparaba la mesa, Lucía recordó su infancia sin padre, las preguntas con vaga respuesta, la larga agonía de su madre, el comienzo de su depresión. Puso música para no pensar más y recogió la casa.

Adolfo llegó en treinta minutos. Traía la comida, y flores para su hermana. Siempre habían estado muy unidos. A pesar de llevarse solo cuatro años, Adolfo había sido el hombre de la casa.

-Mira- dijo Lucía entregándole la carta-. Fíjate en el remite.
-Adolf Eichmann… ¿Ese no era un nazi?
-Sí… y estoy deseando saber de qué conocía a mamá.

Sacó la carta. La desplegó. Dentro había dos fotos. En una reconocieron a su madre, muy joven, abrazada a un militar con uniforme caqui. Se miraban sonriendo. La otra mostraba a un bebé de pocos días.

-¿Qué significa esto, Adolfo? No me gusta nada. Léela tú, yo no puedo.

Lucía cogió su copa de vino. La voz de su hermano se impuso a la música:

“Mi querida, Eulalia, tu recuerdo ha permanecido conmigo durante toda mi vida. Supe que te casaste al volver a España y no quise interponerme; hubiera sido inútil y egoísta por mi parte. También me dijeron que eras feliz y que nuestro Adolf crecía contento, que tenía una hermanita…”

-Pero, ¿qué dice? ¿Tú entiendes algo, Lucía?
-Más de lo que quisiera, Adolfo. Sigue, por favor.

“…Eulalia, no sé si sabrás que logré huir de Berlín cuando entraron los rusos, pero me duró poco. Me encontraron y extraditaron. Antes de morir, Eulalia, tengo que contarte algo que no sabes y que te hará mucho daño, pero necesito descargar mi conciencia, entiéndelo.
Cuando los aliados llegaron a París, yo estaba destacado allí. Los primeros en llegar fueron los españoles, ¿lo sabías? Logré arrestar a unos pocos de ellos. No sabía quiénes eran, solo que eran nuestros enemigos y que yo tenía el deber de salvar a mi patria. Los mandé inmediatamente a Mauthausen. Al regresar a Alemania, cuando ya todo estaba perdido para nosotros, me encargué de la destrucción de los archivos de ese campo de concentración. En la lista de muertos aparecían los españoles que yo había enviado. Descubrí que Enrique Montejo Gómez era tu marido. ¡Lo siento tanto, Eulalia! Créeme, de saberlo, no lo hubiera hecho. He llevado en mi conciencia el peso de un dolor que no me perdono. Quisiera que tú sí pudieras perdonarme. Eso me dejaría morir en paz. De los otros muertos no me arrepiento, ¡eran enemigos de Alemania! Sin embargo, haber mandado a la cámara de gas a tu esposo… ¡Nunca hubiera querido hacerte daño, amor mío!
Perdóname, Eulalia, perdóname. Si lo haces, moriré tranquilo.
Adiós, mi amor, mi vida, mi ilusión…Adiós”.

A Adolfo se le había ido quebrando la voz conforme leía. Permanecieron en silencio un tiempo interminable. El disco había terminado. La aguja rozaba el papel produciendo un sonido desagradable y repetitivo, similar a la sensación que habían dejado las palabras de un desconocido alemán en la mente de Lucía.

-¿Por qué mamá nunca nos dijo la verdad?- pronunció mientras echaba más vino en la copa de su hermano.
-No la conocía en su totalidad, Lucía. Además querría protegernos y, de paso, protegerse. ¿Por qué no? ¡Suerte que esta carta no llegó a tiempo!
-Sí, tienes razón. ¡Cuánto hubiera sufrido!
-Recuerdo que, ya de mayor, tú le preguntabas muchas veces por papá… Bueno, por tu padre…
-Te equivocas, Adolfo, papá siempre seguirá siendo nuestro padre.

Lucía reparó en el sonido del disco. Rebuscó tras los long-play de música clásica.
-¿Qué te apetece más, Los Beatles o Janis Joplin? ¡Ah, también tengo el de Jethro Tull!
-Sabes qué te digo, que lo que me apetece de verdad es que salgamos a dar un paseo e invitarte a un enorme helado de chocolate.
-Pues no se hable más, vámonos.