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Última omisión - por Mario Gageac

Última omisión

Entre las cosas que Santibañez iba a extrañar estaba leer el diario en su escritorio. En sus doce años de subcomisario, apenas cinco o seis mañanas habían sido tan complicadas como para que no repasara las noticias. Le era útil antes de sumergirse de lleno en su trabajo, estar informado sobre lo que pasaba en la ciudad. Pensó que se llevaría ese diario como recuerdo de su último día de servicio. Tenía un sentido de la nostalgia con el que ya había dejado de luchar.
Su secretaria le había traído algunos archivos; si bien representaban sólo cosas del pasado, era un pasado que quería llevarse. Pensó que la caja sería más grande, hasta que se puso a revisar y notó que allí estaban mayormente los borradores de las investigaciones; las pruebas y los documentos legales debían quedar en el archivo general.
Las carpetas estaban ordenadas por fecha. Tomó la primera, de 1976. La carátula decía simplemente "Vázquez" anotado con su propia letra diminuta y esquiva. Le alegró ver que en casi cuarenta años, no había cambiado tanto su escritura. Los psicólogos podrían argumentar que era porque en esos años no había tenido ningún trauma significativo.
Se salteó unas carpetas y eligió una de 1980. En la portada decía: "Doble asesinato. 17 días de búsqueda. Julio Parisi confiesa". Recordó a Parisi. El tiempo le traía la imagen borrosa de un muchacho de unos veinte años con ojos chiquitos y labio leporino. Siendo suboficial había participado de la redada. Sintió que el material para la nostalgia sería mucho.
Tomó una carpeta más. Recién eran las once y no sabía qué iba a hacer ese día, pero ciertamente nada complicado. La carátula decía "Andrea Romano". Sólo el nombre la hizo recordarla. Había sucedido en el 82 pero recordó su expresión extraviada y de violencia contenida. Había matado a su hermano en una situación confusa y él había atestiguado en el juicio porque fue quien encontró el arma homicida con las huellas de la mujer, en una cloaca cercana a la casa. Abrió la carpeta y enganchada con un clip oxidado a los papeles, había una foto en sepia de Romano cuando le hicieron el prontuario. Su flequillo largo e irregular no llegaba a esconder los ojos hinchados por las lágrimas. Sacó el clip para hojear los papeles; copias de los testimonios más significativos del juicio y de la sentencia del juez, marcados con un resaltador amarillo que por el tiempo casi habían perdido todo brillo. También había una copia de las huellas dactilares y un sobre cerrado. Le pareció raro que adjunto a la evidencia estuviese ese sobre, porque si estaba cerrado claramente no había sido tenido en cuenta. Lo había remitido la Asociación Amigos de la Astronomía y estaba dirigido a él.
Abrió el sobre y comenzó a leer la carta. Sin recordar los detalles del caso, sintió una incomodidad creciente. Un peligro agazapado o un malestar que derivaría en consecuencias mayores. Tuvo una sensación muy rara, como cuando un auto de repente se cruzaba en su trayectoria y con una mezcla de miedo y bronca desaceleraba para no impactar, aunque le hubiera gustado hacerlo para que el conductor imprudente aprendiera la lección. La carta dejaba en claro que la noche del 6 de marzo, Romano había estado desarrollando una investigación nocturna, cuyos resultados presentó oportunamente y que por su contenido, demostraban con certeza su presencia en ese lugar. Por algún motivo, esa nota debió haber sido solicitada a las autoridades de la entidad, pero no había sido abierta. Trató de entender mejor, pero había pasado demasiado tiempo como para poder recordar bien.
Llamó a su secretaria, y como si fuera algo sin importancia, le pidió que le trajera el archivo completo. Era muy voluminoso así que intentó deducir la esencia de la situación, leyendo párrafos de a saltos. Aquella sensación de incomodidad se transformó en una insistente transpiración. Se tomó la cabeza con las dos manos cuando entendió.
Le pidió a su secretaria un último recado. Que le averiguara qué había sido de Romano luego de haber sido encarcelada. Encendió un cigarrillo en la espera y luego dos más, hasta que finalmente le informó que se había suicidado en el segundo año de su reclusión. Con unas sábanas armó una polea aferrada a los barrotes laterales y se ahorcó. Santibañez pensó que quizás, con suerte, su rostro había quedado mirando por la ventana, hacia el mismo cielo que había admirado.