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Un paseo para recordar - por Isabel Aduren

Ojalá nunca baje del autobús y podamos recorrer la ciudad juntos cien veces o durase el tiempo suficiente para conocerla, desafiar a la suerte y gritarle a mis amigos, al mar, al abismo, al rompeolas que golpea mis mejillas, que esta vez no se ha equivocado el cielo conmigo. Ojalá pudiera escribir su nombre o al menos lograse recordarlo. Y pensar que cada instante fue el último. Si lograse comprender de qué fibra estamos hechos cambiaría la receta; mejoraría el sabor de sus labios y le daría un toque personal a su mirada:
– No dejaré que te marches sin antes decirme que nos volveremos a ver. –Claro que si lo hubiese dicho en voz alta quizá hubiese dado resultado.
Supe que podías ser de esas personas que jamás volvería a ver pero que recordaría toda la vida; de esas otras que te envuelven con su voz, aunque no la haya oído nunca. Me conformé con un hasta pronto que creí próximo y certero. Y tu aliento se convirtió en una fe caprichosa en la que creí firmemente hasta el final de los días. Te creí la calma y fuiste una tormenta.
Nuestra coincidencia pudo ser casual y no serlo, una máxima que no he sabido resolver con ecuaciones. Pudo ser casualidad que te sentaras a mi lado quedando otros asientos libres, nos bajáramos en la misma parada, que el tiempo empezase a empeorar y te refugiase en mi paraguas hasta aquel bar, que me pidieras que tomara un café contigo y que nuestras mejillas se rozaran en aquella despedida; pero nuestro encuentro no. Viví el trayecto más corto contigo y más largo sin ti. Jugaste a ser imán con las agujas del reloj. Al día siguiente los semáforos se me hacían insoportables.
No sabría decir si me buscaste, si me encontraste o si solo tropezaste conmigo aquel día. Sólo sé que aquel bar no ha vuelto a ser el mismo sin tu risa, sin tu acento canario ni tus anécdotas de viaje. Sabía que encontrar a alguien sin saber su nombre no era fácil, pero más difícil me sería olvidarte. Vivías en Tenerife aunque te marcharías a Londres en dos meses. Esos eran los únicos datos que tenía para localizarte. Y con esos te encontré.
Metí en un sobre mi número de teléfono; debí habértelo dado aquél día. Mi compañero de trabajo, Joaquín, ese del que te hablé, me recuerda cada día a ti. Conserva tu mismo acento a pesar de que lleva seis años viviendo en la capital. Pero detesta mi forma de hablar tanto como su empleo. Sin embargo, me hizo un gran favor. Él fue el primero de la cadena que empecé para encontrarte, él la haría llegar a Tenerife, y ese alguien estaría cada vez más cerca de ti. Me dejé llevar por la teoría de los seis grados de separación sin importante cuántos más hicieran falta. Lo que no supe fue traducirlo en años, y 30 me parecieron una eternidad. Esperaba tu llamada pero no me que me recordaras, no podía pedirte eso, aunque sí podía hacerte recordar. Quería hacerte recordar tus propias anécdotas y ver que tus ojos brillarían sorprendidos por mi memoria, que interiormente pensaras en lo coladito que he estado por ti, y sonrieras. Esperaba oír tu acento al menos. O simplemente la voz de una mujer.
Ahora entiendo por qué no quisiste contarme el final de aquella película: “Un paseo para recordar”. Un título que me inspiraba añoranza; pura ignorancia. Sólo sé que ese hombre no tenía tu acento, igual podía haber sido yo. Cuando le hablé de mí él sólo me contó aquella triste historia que tú no quisiste contarme. Podría haber sido otra anécdota más de entre los miles de recuerdos que guardabas en tu memoria. O quizá fui tan torpe que no supe darme cuenta. No parecía sorprendido por la llamada aunque sí pareció reprocharme que llegase tan tarde; no obstante, me permitió unos minutos para contarte todo esto. Tu respuesta solo fue silencio. Nuestro amor es como el viento: no puedo verlo, pero puedo sentirlo.