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Un café para no pensar - por Giriel

El monitor sigue anunciando retraso. Voy a la máquina del café y saco un mocachino; ya probé el alfajor de la caseta de dulces y no sé qué más hacer. Hubiese traído un libro para entretenerme de saber que mi padre demoraría tanto en llegar.
En un lugar como este puedes encontrar muchas cosas para distraerte, pero la noche antes de navidad lo que menos deseas es estar acá. Lo que más divierte es la variedad de personas que ves.
Me siento al lado del mismo señor que ha intentado abrir conversación en los últimos veinte minutos. Mal por él porque no soy muy buena para hablar con extraños. El señor Matías… imagino que es su nombre por la impresión en la agenda que abre cada instante para hacer anotaciones, mientras no está hablando por teléfono con quien parece ser su hija. Ya sé que viaja a Caracas, me lo dijo antes del café y, por lo que se ve, está muy inquieto por el retraso.
– Yo también soy de Caracas, mi padre viene de allá a visitarme –respondí intentando ser amable.
– Ah, entonces estamos en la misma situación, padre e hija ansiosos de encontrarse –sonríe, tal vez esperando que yo reafirme su observación.
Lo de ansiosa no lo tengo claro, pero sí deseo verlo de nuevo, tan enfermo y débil, tan noble y humilde. Ese es mi padre y yo no soy la hija que lo merece, pues no siento que he sabido responder a ese amor.
Mientras tomo el café, frente a mí está un chico que de vez en cuando me mira. “Tal vez quieras venir y sentarte a mi lado, justo donde está el señor Matías”, pienso. Son los efectos de la larga espera, como si empezara a embriagarme con la ansiedad. Parece ser un estudiante y hasta es atractivo. “También podrías sentarte al otro lado y anular a la señora con el niño que no para de quejarse”. Podría acercarme yo y anular al par de monjitas que le hablan tanto al chico, en un rato tal vez ya esté rezando el rosario con ellas… Me río sola.
– Mi hija estudió educación, es una excelente maestra, todos los alumnos la adoran –ahí va de nuevo Don Matías-. Son setenta y cinco años de vida y siento que aún tengo mucho por decir, creo que será mi última navidad y me alegra que sea con ella.
Se está poniendo sentimental, mi punto débil, necesito escapar.
– Tu padre debe estar feliz de venir a verte también -¿por qué justo esa frase? Por un instante miro al vacío pensando.
– Él también está orgulloso de mí, soy copia fiel de él pero en femenino –me río del mal chiste.
– Todos los padres lo están de sus hijos, hagan lo que hagan.
Realmente no soy una copia, no tengo la misma humildad. Él calla si yo le levanto la voz, al rato me habla con cariño y ya pierdo la fuerza, no soy capaz de gritarle de nuevo, por más enojada que esté.
Ya este señor Matías me puso a pensar, no es el lugar adecuado. Pienso en que nunca le he dado un abrazo verdadero, lo admiro tanto y nunca se lo he dicho. Pienso en que tal vez sea también su última navidad y yo la desperdiciaré como siempre porque no soy capaz de decirle cuán importante es para mí.
El chico estudiante me mira de nuevo, pero yo parezco ausente. “¿Sabes qué? Ya me da igual si te sientas a mi lado, mejor quédate rezando.”
Por fin arriba el avión y de pronto siento una emoción hermosa: mi viejo, no quiero que mueras sin verte de nuevo.
Cuando por fin lo veo lidiando con su maletita, siento el impulso de correr a recibirlo, pero aprieto mis manos, no puedo demostrar debilidad. ¡Que hija tan estúpida! Me acerco con una sonrisa y él me responde con una mayor, sus ojitos empiezan a humedecer. “¡No llores, por favor!”. Me digo.
Un instante único, nadie me lo robará. Ese momento en que lo aprieto en un dulce abrazo y lo siento sollozar. Lo miro y no puedo evitar la lágrima que me brota.
– Te quiero mucho papá.
Con sus lágrimas lo dice todo. Será una navidad feliz.