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Navidad en la ciudad - por Early Bird

“Pasajeros del vuelo de Iberia 3177 con destino a Madrid embarquen por la puerta 16U”
-¡¡¡Sí!!! – grité sin poder contenerme- Vuelvo a casa por Navidad – añadí al ver la cara atónita de la dependienta.
Con una sonrisa de oreja a oreja, salí de la tienda de Harrods y me encaminé hacia la parte este del aeropuerto. Aunque llevaba horas deambulando por el dutie free y comenzaba a sentir el cansancio, la perspectiva de poder llegar a casa en poco más de tres horas, desterraba cualquier indicio de debilidad.
Al llegar a la zona de embarque, localicé a Milagros y Teresa. Dos monjas procedentes de un convento irlandés con las que había coincidido en el mostrador de facturación. Ambas eran españolas y habían vivido en Irlanda del Norte los últimos 20 años. Durante más de una década, su congregación, había ayudado a las familias de las víctimas del conflicto entre católicos y protestantes. Incluso, ellas mismas, habían sido objeto de los ataques de los unionistas más radicales. En la actualidad, colaboraban con un centro de integración social del sur de Londres donde enseñaban a leer y a escribir a inmigrantes con escasos recursos.
Me dirigía hacia el lugar donde las hermanas se encontraban, cuando, de repente, sentí un fuerte golpe en la parte derecha de mi espalda y caí de bruces al suelo. Intenté incorporarme rápidamente, pero un inoportuno mareo hizo que me desplomara nuevamente. Tras un largo rato buceando entre las sombras, poco a poco, comencé a distinguir figuras neblinosas que se agolpaban alrededor mía. Entre las caras de curiosidad de una docena de ávidos espectadores, pude reconocer los rostros llenos de ansiedad de las monjas españolas. Antes de que pudiera reaccionar, escuché como alguien, a quien no podía identificar, me hablaba.
-Tranquila, no te muevas o volverás a desmayarte. Te has golpeado la cabeza.- insistió la voz incorpórea de un hombre con fuerte acento francés.
-¿Te encuentras bien? Suerte que Diego estaba cerca para sostenerte- indicó una de las religiosas mientras me dirigía una amplia sonrisa.
-¿Diego?- Balbuceé con apenas un hilo de voz.
De la nada, aparecieron ante mí, un par de ojos de intenso color verde que me observaban con precaución. El joven, de no más de 30 años, se inclinó hacia mí y, con una habilidad alarmante, comenzó a examinarme.
-No es nada, tan sólo una pequeña brecha que no requiere puntos. Con un par de calmantes para el dolor de cabeza debería ser suficiente- anunció mientras me ofrecía caballerosamente su brazo derecho.
Tras dudar durante un par de segundos, finalmente, acepté su ayuda y me incorporé lentamente, sin poder apartar la vista de su atractivo rostro.
Una vez en pie, comencé a buscar con la mirada mis pertenecías. El bolso yacía a escasos centímetros del lugar en el que, minutos antes, había permanecido tendida. Con paso decidido me acerqué hasta donde estaba y lo cogí con manos temblorosas. Basto un par de minutos para comprobar que mi cartera, DNI incluido, habían desaparecido. De un plumazo se evaporó toda la felicidad que había experimentado hacía escasos instantes. Se acabó la Navidad en familia. Cabizbaja y con al ánimo por los suelos, me dirigí a la comisaría del aeropuerto para denunciar el robo. Una hora más tarde, finalizado ya todo el papeleo, me encaminé hacia la zona de taxis, resignada a pasar la noche sola en mi apartamento. Cuando apenas había avanzado dos pasos, escuché que alguien gritaba mi nombre. Alcé la vista y pude divisar tres figuras sonrientes que me saludaban en la distancia.
-¡Martina, por fin! No sabíamos si te habrías ido ya. Ven, dale las cosas a Diego. Nos vamos al centro. Por favor, ven con nosotros.
La invitación de la religiosa me conmovió enormemente. Asentí con la cabeza y me monté en el taxi que acababan de parar. De camino a la asociación, no paramos de charlar. Me contaron cómo sus respectivos vuelos habían sido cancelados y por tanto, decidieron ir en mi búsqueda para que no estuviera sola en estas fechas. Al parecer, Diego había vuelto loco a todo el personal del aeropuerto hasta que finalmente, alguien pudo decirles donde me encontraba. Sin darnos cuenta, el taxi se detuvo frente al número 212 de Ernest Road. El sonido de los villancicos y de las risas se filtraba a través de la puerta inundando el frío aire londinense.
-Feliz Navidad- susurró la cálida voz de Diego a mi lado.
-Feliz Navidad- contesté y cogiendo la mano que me tendía, pensé que quizá, no iba a estar tan mal la noche.