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Un kit kat - por Inquieta

Un kit kat
Mathias, hecho un ovillo sobre su enorme maleta, dormitaba envuelto por las indicaciones chirriantes que salían de los altavoces instalados en la sala de espera del aeropuerto del Prat. Desilusionado y temeroso.
Su tez clara y un inglés bien pronunciado le había alejado de las encrespadas polémicas que suscitaba su procedencia: Palestina. Odiaba las sesudas discusiones sobre la religión, los derechos de los israelíes o la de los palestinos, o la contabilidad de las muertes de uno u otro bando. Estaba harto de ser palestino, de no poder olvidarse de ello, de que no le dejaran ser un ciudadano del mundo sin más.
Sus padres lo enviaron a Holanda cuando tenía 8 años, a casa de su tío, queriendo así, alejarlo de la violencia y el miedo. Le enseñaron a vivir al margen de lo que allí pasase, no estaba en sus manos arreglarlo, le decían. No, no era lo que dictaba Mahoma, ni el Corán, no eran religiosos, simplemente eran una familia que se había integrado en la vorágine europeísta del consumo y desarraigo, propio de un primer mundo que tenía olvidado el sonido de las balas y el desprecio por ser de una u otra religión.
Volvía a su casa a riesgo de que no le dejaran volver a salir del país. Había tomado esa decisión porque necesitaba enfrentarse a sus orígenes desde el conocimiento que tenía de la otra parte del mundo donde, teóricamente, reinaba la cordura, el estado del bienestar y la libertad. Estaba muerto de miedo por tremenda decisión y sabía que colgar en este momento la carrera de biología le podía suponer tener que olvidarse de sus aspiraciones para colaborar en investigaciones que atenuaran los males del mundo. Pero la decisión estaba tomada. Debía saber a donde pertenecía su corazón.
Dos monjas vestidas a la antigua usanza, menudas y regordetas, se sentaron a su lado. No paraban de hablar por lo bajo con un jiji y un jaja dándoles un aire caricaturesco. Mathias sonrió. Le resultaban entrañables. Se preguntaba si estarían acostumbradas a los trajines de un aeropuerto, así que con un:
-Good morning! How are your? -Se dirigió a ellas.
-Qué? Cómo dice? Sólo hablamos spanis. –Contestó la más pizpireta, mirándole a los ojos con mucha simpatía.
-Ohhh yes! I speak very little Spanish Ohh perdón, perdón. Poco espaniol. Ayuda, mi ayuda a ustedes? – Mathias intentó darse a entender señalando los billetes que ellas tenían en sus manos.
-Sí, sí, han suspendido el vuelo a Madrid por el mal tiempo y no sabemos que hacer: si quedarnos o volver al convento. –Le explicaba Milagros, la más joven, entre sonrisas traviesas. –Tal vez haya algo o alguien por el qué hacer una buena obra. – Le contaba a Matías que estaba intentando pillar alguna palabra para ver si podía hilar una frase, pero no, hablaba demasiado rápido para él. Ya se estaba arrepintiendo de haberse metido donde no lo llamaban.
-Y usted? Parece cansado, de donde viene?
-Amsterdam. Vuelo caput. Mañana continuo. Voy a Gaza. –Consiguió explicar Mathias, sin saber si lo entenderían.
-Ohhh Santo Dios, a Gaza? Va a Gaza? ¡El misericordioso lo ha puesto en nuestro camino! Venga con nosotras a nuestro convento. Cenaremos mejor que aquí y tendremos una cama, no muy buena, pero cama al fin y al cabo. –Le espetó entusiasmada Sor Milagros estirándole de la manga.
Mathias se sentía abrumado por tanta palabrería que no entendía. Sólo atinaba a decirles –¡No, no, grache, gracias! –No, quedarme aquí, estoy bien , Thank you, thank you, pero ellas no desistían de su idea y seguían hablando rápido y entre risitas. ¿Qué estaban haciendo? ¿Una obra de caridad con él? -Pesadas, más que pesadas- Quería sacárselas de encima sin ofenderlas, pero empezaba a ser difícil no hacerlo.
-No, no ir a casa de su Dios. Soy Palestino –Les dijo eso poniendo cara de un poco malo.
Pero para ellas fue un motivo más para entusiasmarse.
-¡Qué bien! Así intercambiamos bondades de esas religiones, no tan diferentes cómo parece ¡Qué interesante!–Nada las disuadía de llevárselo.
Mathias al final cedió y agarrando su maleta se encaminaron a la parada de taxis mientras pensaba: -Esto para ellas debe ser su gran obra navideña y a mí no me vendrá nada mal una sopa y una cama donde descansar. Un kit kat feliz para todos.
Aquella noche soñó con la comprensión entre los seres humanos por el sólo hecho de compartir el maravilloso regalo que es la VIDA.