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Desde ayer, con amor - por David Ballester

Matías volvió a colocarse las gafas en la punta de la nariz para desentrañar los misterios de aquellos dibujos de vivos colores que aparecían y desaparecían a voluntad de la pantalla de su smartphone. A su alrededor los viajeros empezaban a desesperar encerrados en la terminal del aeropuerto, observando impotentes cómo oscurecía más allá de los ventanales sin que dejase de nevar. Por el hilo musical sonaban campanillas y villancicos, interrumpidos una y otra vez por las metálicas voces que anunciaban los retrasos de los vuelos. Aunque eso no era nada comparado con el clamor de los viajeros, que subía y bajaba como la marea. Algunos alzaban las manos sosteniendo sus billetes, reclamando devoluciones y noches de hotel a grandes voces, mientras sus niños corrían entre sus piernas, ilusionados ante la aventura que supondría pasar la Nochebuena en el aeropuerto.

—Espero que nuestro vuelo salga, Carmen —dijo Matías. Su mujer le miró con ojos brillantes, sonriente. Siempre sonreía.

—No te preocupes, seguro que sí.

—La niña ha vuelto a escribirme, ¿ves? —Matías tendió el móvil a su mujer, señalando un pequeño icono verde en la parte superior—. Antes decía que por Munich la cosa no está mejor.

—Ya dijeron en la tele que el temporal duraría toda la semana.

—Sí, pero yo pensaba…

—¿Qué? —rió Carmen—, ¿que por ser Nochebuena iba a dar un respiro el tiempo?

—Bueno, no hubiese estado mal. Como regalo de Navidad, ¿sabes? Es mejor que esta porquería que me has hecho comprar para Lourdes. —Matías palmeó la bolsa de viaje que llevaba cruzada sobre las piernas.

—Sabes que le gusta la ropa.

—Sí, desde niña. ¿Te acuerdas cuando…?

—¿Cuando llegamos del trabajo y la encontramos con mi abrigo rojo, mis tacones y las joyas? —La risa de Carmen sonó clara, limpia.

—Sí, siempre ha tenido sus cosas. ¿Dónde estaba la niñera, por cierto?

—Se había quedado dormida en el sofá.

—Es verdad. La hija de Cristóbal y María, ¿cómo se llamaba? Sofía, creo, pero no me acuerdo muy bien. —Se hizo un largo silencio. En alguna parte de la terminal, alguien empezó a gritar. Su vuelo acababa de aparecer como cancelado en las pantallas luminosas. Fuera, a través de las cristaleras, la nieve caía en una gruesa cortina blanca contra la oscuridad de la noche.

—Echo de menos aquellos días —dijo Matías, sin apartar la vista del teléfono—. ¿Te acuerdas de las vacaciones que pasamos los tres en la casa rural? Hacía un frío del demonio, y salimos por la mañana a buscar leña para la chimenea. Bajamos por una cañada. ¡Dios!, ¿viste la cara que puso Lourdes? Se quedó con la boca abierta cuando vio al ciervo. —Una sonrisa apareció en los labios de Matías—. Ojalá salga nuestro avión, no quiero tener que pasar la noche aquí. A saber si voy a volver a ver a mi niña si no.

—Disculpe, ¿decía algo? —preguntó la muchacha que tenía al lado mientras se quitaba los auriculares. Matías la miró largo rato, sin que la sonrisa se borrase de sus labios.

—Perdona, muchacha. Hablaba con mi mujer. —La joven miró el teléfono que sostenía Matías, cuya pantalla mostraba que no se estaba realizando llamada alguna—. No, no por teléfono —aclaró Matías—. Son cosas de la edad, ¿sabes? Cuando se han vivido más de cincuenta años con la misma persona, no hay excusa que valga para dejar de charlar, ¿verdad? Ni siquiera que haga ya año y medio que se marchó.

—Ya —dijo la chica, con una sonrisa inquieta. Muy despacio, volvió a ponerse los auriculares y a mirar para otra parte.

Matías ojeó su teléfono y vio que aquel molesto dibujo verde había vuelto a surgir en la parte superior de la pantalla. Torpemente, trató de atraparlo entre sus dedos, pero no lo logró.