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Partir con la frente marchita - por Emyl Bohin

Web: https://emylbohin.wordpress.com/

¿Recuerdas él día en que nos conocimos? ¡Qué día! Quizá el más intenso que haya vivido en los últimos años. Congeniamos bien y pronto. Eras tan joven y, a pesar de esa mirada tuya a medio camino entre dura y ausente, te imaginé frágil. Venías a un mundo nuevo, como yo había llegado tres décadas atrás. Cambiaban los actores, pero la circunstancia era la misma, la jodida circunstancia. Por eso y porque no tengo nadie más en quién confiar me atrevo a contarte mi decisión. Decisión largamente pensada y espero que la comprendas.

¿Recuerdas aquella mañana, Elina? Aquel frío domingo, víspera de nochebuena. Frío en las pistas y, frío en la terminal casi desierta. El ambiente solo se caldeaba en torno a las azafatas de tierra de Iberia, que aguantaban como podían los ánimos cada vez más encrespados de los viajeros. Era la tercera vez que nos reunían frente al mostrador de la compañía, para comunicarnos que el vuelo a Santander seguía retrasado. Que nos darían más información al cabo de una hora. Mientras tú, seguías sentada con la mirada puesta en otros temas. Los gritos de no hay derecho y es una vergüenza iban ganando altura. Más de uno buscaba la complicidad con su vecino, con el fin de diseñar alguna estrategia que les permitiera, sino salir del aeropuerto, al menos sacar su enfado.

Me senté a tu lado. Ni siquiera reaccionaste cuando sin querer mi pierna rozó la tuya. Desdoblé el periódico, como ya había hecho varias veces esa mañana y volví a disfrutar contemplando los rostros felices de los agraciados en la lotería. No recuerdo cómo, pero al poco tiempo comenzamos a hablar, bueno, empecé yo, tú seguías como ausente y creyendo que oías aunque fuera desde lejos, me presenté, te dije que me llamaba Matías y sobre todo te hablé de mi nieto, un niño increíble, apenas cuatro años y ya sabía leer. Mi viaje era para conocerlo y para pasar con él las navidades de ese triste 2001.

A veces nos obcecamos, dejamos la razón de lado y nuestras tripas revueltas toman las decisiones. No me gustó que mi hija se casara y fui desconsiderado con ella y con su esposo. Dejamos de hablarnos. Pero sentí que aquellas iban a ser mis últimas navidades y quería pasarlas con ellos. Les pedí perdón, creía que mi orgullo me lo reprocharía, en cambio sentí un gran alivio.

En estos pensamientos estaba cuando dijiste algo, no sé lo que fue, pero advertí tu acento porteño y poco a poco nos liamos a hablar de la situación del país, de que no aguantabas más, que habías malvendido todo para pagarte el pasaje.

Poco a poco la gente se fue arremolinando, nosotros seguimos sentados mientras el resto del pasaje deambulaba con inquietos pasos cortos, sin ninguna dirección. Se volvió a oír la voz del personal de Iberia pidiendo atención, esta vez las azafatas quedaron en segundo plano, un joven con más brillantina que Gardel y una americana que no le ajustaba bien, trató de apaciguar los ánimos. Las protestas siguieron. Nos dijo que había una avería, que estaban tratando de repararla, pero que no nos podía concretar el plazo. Repartió vales para comer y nos citó a las cinco de la tarde. Creo que los dos estábamos más nerviosos que aquellos exaltados, para ellos era volver a casa, a la tranquilidad, a la rutina; para nosotros era el viaje a lo desconocido. Y cuanto más larga fuera la espera, más grande sería el temor, el miedo a enfrentarnos con nuestra vida.

Buscamos una mesa al fondo de la cafetería y seguimos hablando, bueno, casi hable yo solo, hice un paralelismo de nuestras vidas, cuando tuve que venirme hace 26 años huyendo de la junta militar. Traté de animarte, esa cara guapa tenía que sonreír. Recuerdo que te dije que sí a mí me había ido bien, a ti tendría que irte mucho mejor. Y fue entonces, en la sobremesa, cuando te soltaste, me dijiste que ya no tenías nada allí, que una vez tuviste familia, pero que hacía años que no sabías nada. Al enviudar tu madre vuestras relaciones se fueron deteriorando hasta romperse por completo. Que nunca

Elina no puede seguir leyendo, echa la cabeza hacia atrás alejándola de la pantalla del ordenador, al tiempo masajea los párpados; las lágrimas que habían empañado su vista se deslizan por su cara. Junto al teclado una edición del Diario Montañés trae una breve reseña del suicidio de Matías Acosta.