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Escape - por paloto

Web: http://www.pabloelblanco.com

Cabizbajo, con los pantalones roídos, manchados y mal colocados, la chaqueta de falso cuero desgastada y arrugada y luciendo una sucia barba de una semana. Así lucía Andrés, con los antebrazos apoyados en las rodillas y los ojos hinchados de derramar lágrimas no reconocidas. Su mente divagaba mientras los inconexos anuncios de la megafonía del aeropuerto anunciaban arribos inminentes y partidas hacia mejores destinos que el suyo.
En un masoquista intento por recordarlo todo, su consciencia viajó al momento en que conoció a Lara. Fue en una discoteca de Madrid. Julia los presentó en una noche en la que había quedado con ellas dos y con Juan.
– Encantada de conocerte –dijo él con educación fingida.
– ¿Qué? –respondió ella entre los infernales ritmos de la música.
– Digo, que encantado de conocerte –dijo él más fuerte.
– ¿Perdona?
– Esta noche te voy a hacer de todo –dijo sonriendo amparado por el inmenso ruido del local.
– No vas a tener esa suerte –respondió ella con una sonrisa traviesa, alejándose sin dejar de bailar.
Andrés se puso blanco pero no pudo evitar dejar escapar una sonrisa cuando Juan le golpeó el hombro riéndose a carcajadas.
– Nunca había visto a nadie fastidiarla tan pronto –dijo entre risas.
Pero Andrés no le prestaba atención. Solo observaba a Lara bailar en el centro de la pista.
Aquella noche, recorrieron los cuatro varios locales entre risas y conversaciones. Ella se mostró natural y divertida. Él, ingenioso y despreocupado. Y cuando la noche llegaba a su fin, Andrés se acercó a ella.
– ¿Te acompaño a casa?
– Creo que no –dijo torciendo la boca –Nunca salgo con nadie sin haberlo visto sobrio.
– ¡No hay problema! –Alzó los brazos -¿A qué hora y dónde? No habrá nadie más sobrio que yo.
Ella rió.
– A las once en el café Dexter.
– Allí estaré.
Pero el despertador fue cruel y cuando lo despertó, apenas faltaban diez minutos para las once.
Doce minutos después, su moto frenó precipitadamente ante aquella cafetería. Cuando se puso la chaqueta, su moto ya volaba entre las calles de Madrid. Se encontró con seis semáforos en rojo, pero solo se detuvo en el primero para atarse las botas.
– Buenos días -dijo ella con aquella increíble sonrisa que iluminaba toda la plaza –No estaba segura de si vendrías.
– Pues aquí estoy. Tal vez te hayas hecho una idea equivocada de mi.
Pero ella había acertado. Lo sabía entonces y lo sabía sentado en aquella terminal del aeropuerto. Durante aquella mañana en el café, llegaron a conocerse. Ella era inocente, alegre y muy activa. Estaba buscando cosas que hacer en todo momento y seguramente fue el desconocimiento del mundo en el que él se movía lo que produjo aquella irresistible atracción.
Dos meses más tarde, ella permanecía tumbada en la cama de él, con los restos de una raya de coca en la mesilla de noche.
– ¡Eh! Lara, despierta. Están llamando a la puerta.
Ella respondió con incomprensibles balbuceos. La baba se le pegaba a la almohada. Tenía muy mal aspecto en aquel momento.
– Vamos… preguntan por ti. Van… van a tirar la puerta abajo.
Desistió en la idea de despertarla y fue a atender a los que golpeaban la puerta con violencia.
– ¿Qué queréis?
– Queremos ver a Lara, sabandija. Dile que salga.
– No puede salir.
– Me da igual. Tenemos que ver…
Andrés cerró la puerta de un portazo quedándose fuera y echándole valor ante aquel hombre más alto y ancho que él.
– He dicho que no puede salir ¿Qué queréis? Yo responderé por ella.
Mal asunto. En apenas dos meses, Andrés había arrastrado a Lara a la vida nocturna, a las drogas y a los pequeños hurtos. Ritmo de vida que él había asimilado, y en el que lograba desenvolverse sin caer en la peligrosa espiral de desgracia en la que ella parecía haberse sumido.
Seis mil euros debía ella a aquellos hombres. Seis mil euros que por lo que descubrió, ella ya no tenía, y él no había visto en toda su vida.
Él la amaba. Un puñetazo a aquel matón, una rápida mano a su bolsillo y una escapada hacia el aeropuerto fueron suficientes para alejar a aquellos hombres de Lara. Sin duda, lo seguirían a él.
Ya en el aeropuerto llamó a Raúl, el más sensato de los amigos que había tenido.
– Por favor, cuídala. Llévala con su familia y aléjala de Madrid y de mi.