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Dulces sueños, Amor - por DOMINGO POYATO

Manuel del Carmen Avellaneda Valdés estuvo mas de cuarenta y cinco minutos dando vueltas en la cinta de equipajes del aeropuerto internacional de Nassau mientras sonaban villancicos de Sinatra por megafonía. Era un carterista mulato, menudo y tierno y con un atuendo muy femenino: Zapatos negros con alzas, traje de lino azul y camisa de gasa cruda a juego con un sombrero panamá que le seguía sin perder la distancia.
Los viajeros, dispersos y sin rumbo por toda la terminal, cansados de la espera a la que no se le veía fin, se hicieron corrillos a lo largo de las mugrientas cristaleras que separan las salas de embarque de la zona de equipajes, todos pendientes para, cada vez que aparecía Manuel del Carmen y siempre en una postura distinta, reproducir el mismo rumor de asombro: dos monjas, que no dejaban en paz a un joven asiático empeñado en leer un libro al tiempo que atendía sus requerimientos con la misma sonrisa, se persignaban varias veces seguidas y con mucha rapidez como si fuera una sola frente a un espejo; un señor mayor y corpulento, de rostro azulado, dejaba de hablar por teléfono e inhalaba una fuerte bocanada de oxigeno de su botella portátil… En vista de que nadie parecía saber desconectar aquel macabro carrusel, un policía orondo y mal encarado, encajó un destornillador entre los engranajes de la cinta y esta se fue relentizando con un quejumbroso chirrido hasta que apareció el cuerpo en cruz por las cortinas de plástico, para detenerse definitivamente en el esfuerzo de arrastrar el cadáver por la curva de la pasarela. Sus perfilados labios brillantes y sus discretos ojos pintados hubieran hecho pensar que dormía si no fuera porque aun tenia apretándole el cuello una corbata con la que le habían estrangulado y que estaba claro que no era suya..
Una mujer con uniforme militar y guantes de latex que había llegado al son del Feliz Navidad de Jose Feliciano, tras tocarle la yugular sin mucho interés, empezó a registrarlo y saco del bolsillo interior derecho de la chaqueta cinco boletos de las carreras de caballos de esa misma mañana y una estampa policromada de la Santa Muerte con dos margaritas en los ojos. Con un leve gesto mandó al policía que corriera unas enormes mamparas decoradas con imágenes turísticas de la isla para evitar la mirada de tantos curiosos que se recrearon con las estampas con la misma pasión con la que contemplaban al muerto. Volvió a revisar las apuestas e inmediatamente hizo una llamada de teléfono tras la que se los guardo mirando de soslayo al compañero que perecía entretenido en el anclaje de los biombos.
Siguiendo con la supuesta inspección rutinaria encontró un billete de ida para Miami donde su dueño debía estar desde hace seis horas sino hubiera sido por la tormenta tropical, una tarjeta de embarque expedida a las once treinta y cinco horas, y un pasaporte falso con cien dólares americanos dentro para pasar el control sin problemas. Todo lo iba echando en una bolsa igual que la que había puesta en las papeleras mientras seguía recalando con sus dedos por los recovecos de la indumentaria del finado. Muy bien doblados llevaba dos tickets del restaurante del aeropuerto, uno del almuerzo y otro de la cena, un paquete de chicles casi gastado y otro sin empezar; un teléfono de ultima generación donde aparecían quince llamadas perdidas del mismo número que ella había marcado hacia unos minutos.
No quiso tentar la suerte y le dejo puesto un reloj y una gargantilla que parecían de oro. Sus impolutas manos tenían una cuidada manicura pero ningún abalorio que pudiera entorpecer su trabajo. Al tocarlas las noto rígidas y dio por finalizada su tarea. Dio instrucciones por radio y apareció una pequeña camioneta eléctrica con la que iban a desalojar el cadáver, y traía también al ya desaliñado fotógrafo que durante todo el dia retrataba a los niños sobre las nalgas de Papa Noel mientras les prometía regalos para el dia siguiente. A pesar de la aprensión quiso dar un toque artístico y, al querer ponerle el sombrero, de este se desprendió una nota escrita en papel higiénico:
"Una suerte que se retrasaran nuestros vuelos, pero, después de lo que tus ojos han conseguido que haga, debo estar seguro de que será un secreto".
Al otro lado de los cristales un anciano aspira oxigeno y arroja a la papelera un bonito pañuelo de bolsillo que ya no le hace juego con nada.