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El Guardián - por M. H. Heels

Web: http://mhheels.wordpress.com

Era el día. Suspiró. No podía desprenderse de aquello pero ya no le quedaban más alternativas. Volvió a abrir el cajón del aparador como sí el simple hecho de abrir y cerrar cambiara las cosas. Pero todo seguía igual. Se tendría que deshacer de lo último que le quedaba si quería seguir con vida.

Miró la dirección que tenía apuntada en la esquina recortada de uno de aquellos billetes antiguos, al lado del número 100. Hacía casi un siglo que ya no se utilizaba y en su día habían sido tan comunes que ahora ni siquiera tenían valor para los anticuarios. No entendía como la gente de aquella época se podía arreglar con algo tan arcaico. Papel impreso. No tenía sentido. Era tan sencillo de copiar, robar, destruir y multiplicar que lo que le extrañaba no era que se hubiera dejado de utilizar, sino que hubieran tardado tanto tiempo. Observo el papel. Que fácil habría sido su vida sí sólo dependiera de papelitos como aquel.

Suspiró de nuevo y se puso en marcha. Miro el visor gris del dispositivo. Ni siquiera le quedaba crédito para coger el autobús, tendría que ir caminando. Detestaba caminar por aquellas calles vacías. El medio de transporte siempre había marcado la diferencia. La clase alta no caminaba nunca. Incluso se había puesto de moda no llevar zapatos, luciendo los pies descalzos con ostentosos anillos en los dedos. La clase media ni siquiera conducía sus propios vehículos, eso lo dejaban para los de clase más baja. Los más desfavorecidos viajaban en aquellos autobuses rojos con verjas en las ventanas, como para evitar que nadie pudiera escapar de ellos. Únicamente caminaban los vagabundos y los locos. ¿En qué le convertía aquello? Lo meditó por un momento y no sabía si prefería ser loco o vagabundo.

Vio el alto edificio a lo lejos. A pesar del tiempo transcurrido y de estar casi en ruinas le pareció espectacular. Unas letras rojas cubrían la fachada principal.

– Te-a-tro – leyó en voz alta.

Pensó en la palabra, en su sonoridad y en su significado. Era una de aquellas palabras del idioma antiguo que ya nadie conocía, bella y perfecta. Entró por el hueco abierto de una de las puertas. Dentro se encontró un edificio que no esperaba, con una gran escalera que llevaba a un piso superior, lámparas enormes llenas de cristales y unas alfombras de un extraño color que en su día debieron ser rojas.

Una mujer apareció por unas puertas al lado de las escaleras y le hizo una seña. La siguió. Entraron a una enorme sala llena de sillas de madera cubiertas con telas del mismo tono de rojo que las alfombras, todas ellas orientadas hacia el espacio elevado del fondo con telas colgantes a los lados. En la parte de arriba había pequeños balcones tallados en la pared. Giró en redondo con la boca abierta, mirándolo todo sin comprender qué era aquel lugar.

-Por favor, tome asiento – dijo la mujer sacándole de su ensoñación.

Se encaminó por el pasillo que había entre las sillas de madera y se sentó en una de la primera fila. No tardó en aparecer. No era como se lo había imaginado. Era un hombre joven, demasiado, con el pelo largo en tonos azules como la mayoría de los hombres jóvenes de su edad pero vestido con un elegante traje. Era una mezcla extraña. Se notaba que intentaba parecer mayor de lo que en realidad era.

-¿Tú eres el Guardián? – preguntó frunciendo el ceño.

-En efecto.

-Pensé que serías mayor.

-No necesito ser mayor, sólo hacer bien mi trabajo. ¿Has venido a venderme algo?

-Sí. Tengo un secreto para ti. Uno que lleva en mi familia desde varias generaciones.

-Los secretos antiguos son como el vino, pueden mejorar con los años o pueden convertirse en vinagre. Te escucho.

La información es poder y el Guardián de los Secretos lo sabía, se los compraba a gente como él por una miseria y luego los vendía al mejor postor. No quería llegar a eso, pero necesitaba créditos. Había perdido todo lo que tenía por culpa del Azúcar de las Hadas. Le hacía sentir un dios, más listo, más fuerte, más rápido. Pero una vez que se metabolizaba en tu organismo tu corazón no podía seguir latiendo sin el Azúcar. Se despreciaba por hacer aquello, pero necesitaba más, necesitaba seguir viviendo y no le quedaban alternativas. Se acercó y le susurró su secreto.

-No es un gran secreto, pero no está mal. Negociemos.