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El secreto de María - por Irati

María tiene un secreto.

Se pasea a diario por el teatro, arriba y abajo. Ahueca los cojines, endereza los carteles de “Reservado” y parece memorizar las sombras que cubren cada butaca cuando el silencio hace que el lugar resulte inquietante, incluso para ella, que se ha criado allí. Las sombras se revuelven sobre el terciopelo rojo, como espectros a punto de salir de sus ataúdes.

Después sube al escenario, y se pregunta por un momento cómo sería estar ahí arriba, ante la mirada de todo el mundo. Su secreto expuesto, piensa, estremeciéndose. Afortunadamente, ese es el trabajo de los actores. La magia del escenario, de ambiente fantástico, parece esfumarse por un momento al mirar arriba y ver el entramado de hierros, cuerdas y focos que acechan. El desaliento es fácil cuando todo es, de manera tan obvia, una ilusión. Pero entonces siente una magia, incluso más fuerte que la de estar en el lugar fantástico que representa el escenario. Es la magia de saber que la creadora de la ilusión es ella. Siente que el poder la embarga, al saber que en apenas unos minutos decenas de personas estarán bajo su hechizo.

Entre bastidores, la actividad es frenética. Roberto se pelea, como cada tarde, con las mallas granates, mientras maldice al que las lavó y las encogió. Marta y Elena se maquillan la una a la otra, mientras Pedro le recoge el moño a Marta. Se le ha deshecho, porque ha olvidado, como siempre, que debía ponerse el suntuoso collar antes de peinarse. Merche y Raúl comprueban una vez más que los trajes para los cambios de vestuario están a punto y ordenados.

Entonces oyen el sonido, rasgando el aire como una saeta. Las puertas se han abierto. Por un momento todos se quedan inmóviles, como un niño atrapado en medio de una travesura, pero de pronto se ponen en marcha de nuevo, a toda velocidad, puede que tratando de recuperar los segundos perdidos. Incluso María siente un estremecimiento. No importa cuantas veces escuche ese sonido, siempre hace que una parte de su firmemente construida calma se desvanezca.

El telón se corre y oculta el escenario. En apenas unos segundos, Raúl y Elena ocupan sus puestos. María agarra el libreto, que conoce de memoria, y se dirige a la pequeña cabina del apuntador. Casi puede sentir el sonido del terciopelo bajo los trajes de gala, el brillo de perlas y diamantes sobre la seda plateada. La respiración expectante.

El telón se abre y las voces callan, pero para María ahora todo es más evidente. Los espectadores contienen la respiración, pero para ella están jadeando. Raúl y Elena comienzan a actuar, se convierten en otras personas. O al menos lo intentan. Son buenos, María lo sabe, lo siente en el brillo de los ojos del público al terminar la función y lo lee en las críticas. Pero para ella, cuando la gente actúa, sus secretos brillan como un rubí recién desenterrado en una mina.

Raúl, Helena, Roberto, Marta, Merche… uno a uno van entrando en escena. María lee el libreto con un ojo, y con otro los lee a ellos. Marta y Merche se han vuelto a pelear: la escena de la reconciliación no es igual que la de ayer, no sienten lo mismo. Raúl parece estar ganándose el cariño de Helena, pero sigue sin gustarle a su madre. Mal asunto. Y el pobre Roberto desearía que Marta y Merche no se pelearan, porque las dos son sus amigas y, por no hacerles el feo, ayer tuvo que cenar dos veces, una en casa de cada una. Puede que lo hayan descubierto. Claro que sí. Por eso están enfadadas.

María no deja de maravillarse al verlos. Conoce la obra a la perfección, pero ellos actúan cada día de una manera diferente, le revelan todos sus secretos, los que tratan de ocultar. En cierto modo, María los envidia, porque sus secretos son insignificantes comparado con el suyo, la carga que arrastra cada día y la separa del resto de las personas.

Y es que María no tiene ningún secreto.