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Nos queda el murciélago - por Ianna

Web: http://palpitandoletras.com/

Era en una calleja estrecha de casas también estrechas. Tenían las fachadas pintadas de colores y las macetas de flores espolvoreaban su aroma al aire. Una de esas fachadas era amarilla, un amarillo suave para no escandalizar. Ahora todos culpaban al color, pero si era así, la mala suerte tardó en actuar ciento veinte años.
Un rótulo pirograbado anunciaba la llegada al Teatro Poquelin. En el interior, las paredes revestidas de madera estaban cubiertas por largas láminas anunciando obras y todo el suelo era de pulido mármol color crema. Una puerta perfectamente alineada con la principal daba paso a la sala de butacas. Eran grandes y tapizadas del mismo amarillo dominante. Bajaban en suave pendiente hacia el escenario, que se abría alumbrando al espectáculo.
Todos los Poquelin tenían un ojo especial para el teatro y habían encandilado al público durante tres generaciones. No obstante el director actual, Louie, había encontrado la gallina mágica.
Thibaud fue perfecto desde el primer día. Alto y con una bonita dentadura con la que sonreír al público femenino, tenía una voz que acariciaba los tímpanos y sus ojos eran agujeros negros. Había nacido para ser actor, sin embargo, se exigía tanto que nunca dejaba tiempo para divertirse. Solo le importaban sus papeles a los que dedicaba todo el día salvo las horas de sueño.
En la obra de aquella tarde representaba al capitán Fobe en “Nuestra Señora de París”. Cuando apareció para socorrer a Esmeralda todos exclamaron; y aplaudieron más tarde cuando escurridiza, ella escapó de su salvador. Bajo las estrellas artificiales dos guardias retenían a un agonizante Quasimodo. Uno de ellos pronunció la última frase, “La pájara ha levantado el vuelo pero nos queda el murciélago” y Thibaud rió sobre su corcel.
Entonces cayó. Los tramoyistas, sin darse cuenta, continuaron sacando de escena al falso caballo y arrollaron a su paso el antebrazo de Thibaud. Saltaron chispas y el caballo descarriló rechinando. El público comenzó a removerse en la silla y a levantar la cabeza intentando atisbar algo, pero Louie apareció en escena, azorado.
– ¡Echad el telón! ¡Echad el telón! –se dirigió hacía el público haciendo gestos de calma– Todo está bien ¡Tranquilos! ¡El espectáculo continuará en unos minutos! –y corrió tras el pálido amarillo.
En bambalinas los que habían sido los guardias se alejaban de Thibaud con gesto incrédulo. Esmeralda negaba con cara de asco y hasta el repulsivo Quasimodo estaba exaltado. Louie les miró y temiendo lo que iba a ver observó a Thibaud, que por primera vez se preguntaba quién era. Nunca lo había puesto en duda, y se desconcertó al hacerlo. Los recuerdos de su infancia y los del teatro se solaparon por un momento, le pareció que los últimos tenían más vida, más color, como aquél pueblo.
– No puede ser… –Louie se acercó a paso lento al muchacho, que se miraba horrorizado. El antebrazo del joven pendía de un hilo. Un hilo de cobre. Jirones de carne ensangrentada colgaban dejando ver un entramado metálico debajo de los dos centímetros de tejido carnoso.
Thibaud miró a su director asustado, se habían acercado varias personas del público y habían empezado a gritar “¡Es un robot!”. Louie no daba crédito, era su estrella, no podía perderla. Se acercó a él mientras procuraba que la gente se alejara, pero antes de que llegara, Thibaud tiró de la piel hacía arriba. Descubrió con un alarido que su hombro también era metálico. El gentío que ya se había reunido enfebreció.
Thibaud, desorientado, sin comprender nada, sin poder recordar ahora quién era, dónde nació o creció, se levantó y salió corriendo. Su público, como siempre, fue tras él. No habían llegado al vestíbulo y de pronto, el infierno. El telón amarillo fue lo primero en arder.
El Teatro Poquelin trajo por fin el color gris al pueblo, y nadie más hablo del desaparecido Thibaud ni del teatro, salvo en la intimidad del hogar.
Al cabo de dos días, por el camino que iba a la estación de tren. Un joven alto y cabizbajo acompañaba a un hombre orondo que cargaba un petate.
– ¡Te he dicho que soy un Poquelin! Cómo Molière… menos agraciado y más contemporáneo, pero saldremos adelante. –Louie respiró hondo– Thibaud ¿has oído hablar de ese teatro callejero que mencionan los turistas? De la gran ciudad.
– No, pero será cuestión de verlo y mejorarlo.
– Sí Thibaud, eso haremos. –dijo entusiasmado.
– Louie… gracias por arreglarme el brazo. –murmuró tímidamente. El director reflexionó unos segundos.
– Algún día contestaré a tus preguntas hijo, pero aún no. Aún no.