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El Apuntador Ciego - por Domingo Poyato

Un lejano ruido de sirenas te ha desvelado y cuando la alarma del reloj suena a las seis ya llevas un rato despierto. El metódico aseo, un café caliente, ropa de abrigo y el nuevo libreto bajo el brazo es lo que necesitas para salir después de asegurarte de que no hay nadie en el rellano de la escalera. El ascensor vacío. La mirada al frente para no saludar a la insomne portera que carraspea cuando pasas para que sepas que está ahí.
Las calles desiertas a estas horas te aseguran un camino despejado. Frío en el rostro y setenta pasos hasta la esquina, cuarenta y tres más hasta la parada del autobús que te dejara en la puerta del teatro donde empezaran los primeros ensayos de La Dama de las Camelias. Y tu, sin que nadie advierta nada, debes cumplir con tu obligación, que es también la única pasión que te has permitido en la vida desde que tu padre te llevara en mil novecientos cincuenta y ocho a ver Don Juan Tenorio la noche de todos los santos. Tenias nueve años y desde entonces todas las vísperas del día de los difuntos no faltas a tu cita con Doña Inés, la única mujer que te ha merecido respeto a pesar de su debilidad y que te procuró tus primeros sueños de amor convertidos a veces en impúdicas pesadillas que te hacían despertar entre sudores y vergonzosas secreciones; sobre todo después de presenciar alguna versión libre de los años setenta donde Don Juan aparecía con pantalones acampanados y chaleco de cuero, la monja sustituía los recatados hábitos por vaporosos vestidos de flores bajo los que se adivina una desnudez impropia de una obra de recato y expiación de culpas. Prefieres a la incomparable Mari Carrillo con la compañía Lope de Vega en los años sesenta, o los estudio uno de la televisión en blanco y negro que veías en una Elve Dervy conservada como una reliquia porque el color hace tiempo que para ti no tiene sentido. Hubieras sido capaz de interpretar la obra tu mismo, y ese ha sido y es tu sueño, de no ser por tu incapacidad congénita para expresar sentimientos y ese aspecto de niño sietemesino y enfermizo que tienes, incluso ahora, a la edad de sesenta y cuatro años y que te ha permitido, por otra parte, ejercer tu oficio acurrucado en le reducido habitáculo de la concha desde donde, como una flecha, lanzas tu aguda voz hacia el oído del desmemoriado de turno sin que mi siquiera los compañeros de escena adviertan su desliz, todo ello leyendo bajo una mortecina luz que, a la vuelta de los años, se ha ido comiendo tus ojos. El velo blanco que hace tiempo se empezó a extender ante tu mirada se ha convertido en una cortina que ha absorbido la nitidez de las siluetas transformándolas en tenues sombras que ya solo reconoces por el olor, la posición que ocupan o la voz, y que te ha hecho adoptar determinados hábitos para mantener a salvo tu secreto y tu trabajo: reducir tu hábitat a la casa, el Teatro las Tres Rosas y el trayecto entre la una y el otro, llevar siempre la cantidad exacta para pagar el billete del autobús, llegar antes que nadie al teatro y entrar por la puertecita del callejón con tu propia llave para que cuando todos lleguen estés tu ya sentado junto a la butaca de la columna, hacer como que lees el libreto a través de tus esperpénticas gafas que solo sirven para que los demás no vean tus ojos cada vez mas inútiles, ser frío y distante con todos los que te rodean…. Y sobre todo… . No perderte ningún ensayo, pues, desde que los párrafos se hicieron manchas grises, es la única forma que tienes de seguir trabajando: memorizar todos los diálogos, cada entrada y cada tono de los actores, quien da el pie a quien, las pausas y los vicios que los hacen fallar siempre en la misma frase, la posición en el escenario…
Hace rato que debía haber pasado el autobús y la idea de llegar tarde te hace sudar, solo entonces te resulta extraño que no haya nadie contigo esperando. Distingues las sombras de dos policías y te dicen que no pasara hoy por esa parada porque ha ardido completamente el teatro esta noche y están las calles cortadas.