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Desde el otro lado - por Peter Walley

El presidiario del traje a rayas abrió los ojos al bajar el cacharro y echó la cabeza hacia atrás, sorprendido.

– Joder, cómo mola el disfraz, tío.

Le miré con un poco de guasa pero no contesté. Tiró del brazo de la diablesa que tenía al lado.

– Mírale, tía, ¿a que es una pasada de disfraz?

La diablesa me echó un vistazo y decidió que no merecía su mejor versión.

– Psé, no está mal.

– ¿Cómo que no está mal? Pero si es…es…¡de otro color, coño!

– Bueno, es pintura, tampoco es nada nuevo- la diablesa había decidido que ya me habían dedicado mucho tiempo, y levantó la mano para llamar la atención del vampiro que estaba al otro lado de la barra.

– Ya me imagino que es pintura, tía, pero no se nota nada. Anda que no canta la tuya.

La diablesa se giró y me miró con irritación, como si yo fuese el culpable de su relación.

– Claro, porque tu disfraz es súper elaborado. Vamos, que como te vea un policía igual te agarra y te mete en el coche patrulla, ¿no te jode?- se volvió hacia el vampiro- una cerveza y…- suspiró- un ron con cola para éste.

El vampiro le sonrió e indicó con la cabeza el otro extremo de la barra.

– Vente un segundo al otro lado que te cobro por allí.

La diablesa miró al presidiario con el traje a rayas, pero éste estaba fijándose ahora en mis cicatrices.

– El año que viene yo salgo así- dijo lentamente, como si fuese la decisión más seria de su vida.

– Pues vale, total con el colocazo que trae éste…-murmuró la diablesa, alejándose hacia el otro extremo.

La señalé con la cabeza.

– Tienes que tener cuidado, el vampiro parece tener mucho peligro.

Me miró sin comprender.

– ¿El qué?- se giró y vio como se alejaba- ¡Anda, coño! Bueno, yo con esta tía es que lo flipo cada día más. Pues mira, paso, estoy hasta los putos huevos. Que vuelva cuando le salga de las narices. Pero oye, ¿exactamente qué se supone que eres?

Decidí que hoy me podía permitir decir la verdad.

– Soy un zombi.

– ¿Qué? No…pero los de la serie ésa no son así, no están tan…no sé, son menos verdes.

– Se supone que cuando eres un zombi tu cuerpo se sigue pudriendo aunque siga funcionando por dentro.

– ¿Y las cicatrices por qué son?

– Como la piel está podrida, es muy fácil que te salgan cicatrices: cualquier cosa te hace sangrar.

El presidiario del traje a rayas soltó una carcajada.

– Eso sí que mola. O sea, que te arañase un poco te saldría inmediatamente una cicatriz.

Me puse serio.

– Sí, pero no lo hagas.

– Eso sí que sería un curre de disfraz, ¿eh? Espera, que voy a comprobarlo, a ver si está bien hecho- se acercó.

Le puse la mano en el pecho.

– Te digo que no lo hagas.

– Tranqui, tío, que ya sé que no eres un zombi de verdad, hostia.

Intenté sonreír.

– No pasa nada.

El presidario del traje a rayas miró al otro extremo de la barra. La diablesa había desaparecido. Curiosamente, el vampiro también, ahora había un hombre lobo sirviendo las copas. Se volvió hacia mí como si no hubiese visto nada.

– Oye, y…estaba pensando que tú…tú no tendrás nada de farlopa encima, ¿no?

Por fin. El corazón me latería más fuerte, si pudiera hacerlo.

– Pues sí, vamos a los baños y te paso un par de rayas.

Se quedó sorprendido, probablemente no esperaba que fuera tan fácil. Tampoco yo, al fin y al cabo aquél bar era mi primer intento.

– Te las pago, claro.

– Ya lo sé.

Dejó su cacharro en la barra.

– Vamos allá, que no hay mejor manera de empezar la noche.

Mientras nos acercábamos a los baños, deseé que los carnavales durasen más de las pocas semanas en las que podía no disfrazarme; más de los escasos días en los que podía ser yo mismo, y no debía jugar a ser otra persona; y deseé que fuese más fácil el procurarse comida cuando tu aspecto exterior no es un juego, sino algo que hace subir la guardia.

Quizá algo de esto se reflejó en mi cara, porque vi pasar una ráfaga de miedo por los ojos de presidiario del traje a rayas cuando eché el pestillo de la puerta de los baños.