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Las mil máscaras del miedo - por Keeper Tom

Las mil máscaras del miedo.

Hoy es el día en el que os alejaréis del mundo de las ideas para, por unas horas, dejar de ser simple esencia, para dejar de ser parte de un todo. Así que: ¡pasad, pasad, que ninguno de vosotros se quede sin celebrarlo! Estáis todos invitados, así que poneos vuestras máscaras, caretas y antifaces y disfrutad.

Un gran y antiquísimo tiovivo de dos plantas giraba, con lentitud, en el centro del enorme salón de mármol blanco; había sido pulido hasta tener brillo propio. Animales fantásticos subían y bajaban dentro de él, libres de jinetes, al compás que le marcaba un lento y extraño vals -una música artificial, metálica, que se reproducía hasta abarcar toda la estancia-, al que acompañaba un lejano trasfondo de risas enlatadas.

Pocos eran los invitados que no bailaban. Las parejas que giraban alrededor del bello tiovivo se movían en armonía, aunque con los marcados movimientos de un autómata sin alma. Vestían con el refinamiento propio de las antiguas cortes francesas del siglo XVII; pomposas ropas de reluciente oro y blanco inmaculado, opulentas pelucas grisáceas y máscaras blancas de complaciente sonrisa -una falsa emoción de fría porcelana-.

Habían pasado varias horas desde que comenzara el baile y, como siempre, doña Fobia llegó cuando menos se la esperaba. La música no se detuvo, y nadie se atrevió a mirarla, pero ella era una diva y, como tal, hizo descender su ceñido vestido rojo con exuberancia estudiada y glamour. Sus curvas de infarto se movían sinuosamente entre los invitados. Don Miedo la miró por casualidad –con su horrenda careta amarillenta de peluca roja despeinada, las cuencas de sus ojos y boca eran insondables y desencajados abismos negros- quedó paralizado al contemplar el cambiante rostro de doña Fobia. A una araña le seguía un gran precipicio visto desde su borde más extremo, a éste una serpiente, a ésta un cachorrito,… Don Pánico –eligió como máscara un cráneo de cristal azul de mandíbula desencajada y tiritante-, que se escondía tras don Miedo, al percibir lo que sentía su hermano, huyó tan rápido como pudo y, al verlo, don Despavorido –y su grotesca máscara roja de ojos cerrados y mueca sollozante- lo siguió. Comenzaron a corretear sin un rumbo fijo, erráticamente entre los bailarines. Derribaron a unas pocas parejas, sin que esto fuese motivo para que las otras se detuvieran. Recorrieron el tiovivo de arriba abajo, saltaron de un animal a otro y rodearon el carrusel en ambos sentidos varias veces antes de volver a galopar, desbocados, por la sala. Tras unos pocos minutos, sus caminos se encontraron y chocaron entre ellos. Cayeron a los pies de doña Desesperación. Estaba en una esquina, sentada en el suelo y con la espalda pegada a la pared. Dos de sus cuatro brazos estaban cruzados bajo una camisa de fuerza, con los restantes se arrancaba mechones enteros de la cabeza –pelo que le crecía tan rápido como se lo quitaba-. Movía la cabeza de atrás a delante, y las profundas arrugas de su máscara conformaban un rostro verde e invertido, es decir, donde debería estar la boca estaban los ojos y viceversa. Don Horror miraba a doña Desesperación aparentemente divertido, enganchado en una de las lámparas de araña del techo, balanceándose como un mono; su máscara representaba el cruel y pétreo rostro de una desagradable gárgola.

Y así fueron pasando las horas. Sin que se dieran cuenta, una a una, fueron cayendo hasta que el ensordecedor tañer de una campana restalló en la sala, haciendo que el tiovivo y los bailarines se desvanecieran en el aire. Sólo quedaron los sentimientos y las ideas que dan forma al terror, todos con sus máscaras. Miraron, expectantes y al unisonó, hacia el final de la escalinata, a la descomunal puerta de doble hoja, y está no les defraudó. Se abrió de golpe, y un poderoso viento, surcado por largos jirones de un rojo vaporoso, entró barriendo la estancia. Las ráfagas de etéreo carmesí atravesaron a los invitados, llevándose con ellas su esencia -haciendo que al suelo cayeran sus disfraces-, antes de reunirse todas a los pies de la puerta, lugar donde formaron un gran y feroz tornado, que se desvaneció con una violenta explosión de aire, dejando al descubierto una forma oscura y cambiante que pronunció, alzando su profunda voz:

«Tengo mil nombres, mil máscaras, pero ninguna forma concreta. He estado dentro de cada uno de vosotros, formo parte de vosotros y vivo con vosotros. Aceptadme, pues soy vuestra esencia».