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La otra máscara - por Maria

Tras la máscara no quedaban ya la vergüenza y el miedo anteriores. Bajó las escaleras ya convertida en cisne, diferente a quien las había subido hacía apenas una hora. Subió al taxi, y se dejó llevar a través de las luces y el jolgorio hasta la casa señalada. Y en el momento en que cruzó la puerta, el vestido negro besando suavemente el suelo, los hombros desnudos reclamando atención, empezó su actuación personal. Nada más entrar, un joven servicial se ofreció a recoger su abrigo; ella se mostró encantadora de tal forma que el muchacho no hubo de olvidar su lánguida sonrisa durante el resto de la velada.
Al entrar en la sala principal, varios ojos se posaron en su delicada figura, despojados de la discreción que exige el decoro gracias a los antifaces. Se deslizó hasta la barra cual gota de agua arrastrada por la corriente, sin voluntad aparente en ninguno de sus movimientos. El camarero la atendió enseguida, pero no hubo necesidad de pedir nada puesto que el verde antifaz sentado a su lado se ofreció a invitarle a la copa, dirigiéndole un par de cumplidos. Ella aceptó, a pesar de la falta de ingenio del desconocido, y pasó un rato con él, ayudándole a despertar sobre él la envidia de los demás presentes. Demasiado cautivado por su actitud y sus palabras, no se dio cuenta en la atención que ponía ella en mantener la máscara firmemente ceñida al rostro, de forma que sólo la mirada se adivinaba tras ella. Pero finalmente se deshizo de sus garras, de manera tan grácil que ni ofendido se sintió su admirador, viéndola marchar entre la gente, con aquella forma de andar que era más una danza en un sueño.
Toda esta escena era observada por un semblante que, si hubieran reparado en él, hubiera llamado la atención. Para evitarlo se pertrechaba el portador del oscuro antifaz tras algunas columnas, donde la falta de luz hacía que sólo las parejas ya entradas en intimidad de acercaran, y éstas estaban demasiado ocupadas como para fijarse en él. Sus ojos habían seguido a aquella deliciosa mujer en su recorrido a través del salón, cómo reía cumplidos, cómo había aceptado la copa pero también cómo había acabado abandonando al esperanzado caballero con la copa ya vacía, dejando únicamente la huella del pintalabios. Ahora la veía congraciándose con un grupo de jóvenes y muchachas, que habían ansiado su compañía pero cuyos vestidos y poses palidecían ahora en su presencia. Pero él sabía que, en realidad, era todo un espectáculo. Un baile minuciosamente estudiado, tanto que conseguía ser natural. Todo para agradar, incluso más, para sorprender, para brillar… En definitiva, para reclamarse especial. Sólo tenía que cruzar los grupos y parejas de bailarines, acercarse a ella y quitarle la máscara; con aquél simple gesto la desmoronaría, destruiría la fachada. Quedaría sin disfraz, sin nada que usar como excusa para tal comportamiento. Tendría que volver a ser corriente, una cualquiera vulgar, y no había cosa que más pudiera temer. Al fin y al cabo, ella estaba allí por que nadie la conocía, podía ser quien quisiera, la máscara la salvaba de mostrar su verdadero rostro.
Con aquel grupo se estaba incluso divirtiendo, reía sus chistes y agradecía sus atenciones. A pesar de todo, renunciaba a desvelar su nombre o procedencia, ya que todos asumían que tenía algo de exótico. No tendría gracia desvelar la identidad de uno en una fiesta de máscaras, y ninguno de sus compañeros pareció dispuesto a llevarle la contraria. Bailó con muchos de ellos, y no pudo evitar dejarse llevar por aquel mundo de maravillas, en el que todos estaban pendientes de ella. Mientras descansaba con una de las muchachas, que si duda estaba alabando su vestido, se les acercó un gentilhombre que parecía bastante apuesto tras la máscara.
– Señorita, no he podido evitar sentir envidia de los otros jóvenes al ver cuán grácilmente les dirige en sus bailes.
A ella le desconcertó que él se atreviera a dedicarle un cumplido aludiendo simplemente a sus dotes de bailarina, y no a su belleza. Intrigada, aceptó bailar con el joven, y se sorprendió aún más al ver que él no se dejaba llevar, ni se encontraba en ninguna especie de trance por su presencia. La inquietud hizo desvanecer ligeramente su fachada, crispando su gesto cada vez que reafirmaba su antifaz. La sonrisa resultaba más forzada frente a aquel desconocido frente al cual su magia no parecía surgir ningún efecto, y él lo sabía.
– No te preocupes, Alicia. A mí me cautivaste hace mucho tiempo.