Cookie MonsterEsta web utiliza cookies. Si sigues navegando, entendemos que aceptas las condiciones de uso.

Do you speak english?

¿If you prefer, you can visit the Literautas site in english?

Apuntes, tutoriales, ejercicios, reflexiones y recursos sobre escritura o el arte de contar historias

<< Volver a la lista de textos

Sonriendo - por Gastón

Y su respiración cada vez se tornaba más agitada, no era para menos, esa máscara era realmente asfixiante. El sudor recorría sus mejillas, empezaba a sentirlo al borde de los labios.
– ¡Oh, apúrate, ya casi es hora! –le dijo, dándole un empujón– Pasa, pasa, casi todos ya llegaron, y esperan adentro.
La sonrisa quebrada y jocosa de la máscara era un buen escondite para la mueca nerviosa de su verdadero rostro, con las manos apretadas fuertemente en un puño, trataba de esconder un leve temblor, un hormigueo.
En el gran salón solo se escuchaba el rosar de las largas togas. Movía la cabeza a ambos lados, y solo podía ver más enmascarados de sonrisas socarronas. Algunos la miraban, y con un gesto ligero de cabeza, la saludaban. Nadie decía nada.
Una campanilla aguda resonó. Todos, rápidamente, empezaron a formar un círculo. Rápidamente, pero con gravedad, con tanta ceremonia que imaginó que lo hacían con el ceño fruncido.
– Sean todos bienvenidos –Una voz grave, evidentemente distorsionada, resonó en el salón.
El sudor ya había a travesado todo su rostro, y empezaba a bajar por su cuello. ¿Y si alguien se había dado cuenta ya? Era bastante alta, y de hombros estrechos.
– Hoy, un asunto en particular nos reúne.
Quizás fue un error, no tenía por qué estar ahí, era solo un capricho que no cambiaría nada, pero, ¿Qué era lo peor que podía pasar?
– Todos acá conocen los detalles de lo acontecido, ¿Hay alguien que quiera decir algo?
Lentamente, un enmascarado amarillo de sonrisa pervertida, dio un paso adelante.
– Quiero decir… quiero, quiero pedir –La voz también estaba distorsionada, pero no podía ocultar que le pertenecía a un muchacho de no muchos años– que los presentes consideren reducir el castigo.
¿Quién podría ser aquel? Era alto y parecía delgado, ¿Quién podría ser?
– ¿Y bajo qué argumentos pides eso? –Le increpó la invisible y dura voz distorsionada.
– ¡Bajo el principio de piedad! –dijo, incapaz de esconder un quiebre en su voz.
Sí, era bastante alto, y bastante delgado, sólo podía ser una persona.
– ¿Alguien secunda la solicitud?
Nadie se movió, nadie dijo nada, ni siquiera una mirada al piso, nada. Tenían que ser piedras lo que escondían esos trajes tan estúpidamente ridículos, con sonrisas inhumanas. Orgullosos jueces, culpables de quién sabe cuántos pecados, ahora decididos a condenar sin remordimientos ni dilación.
“A ser hombres piadosos, y temerosos de Dios” ¿No era eso lo que habían aprendido a ser? ¿No era ese el único objetivo de vivir aislados del mundo?
– ¿Alguien tiene algo más que decir?
Quiso gritar, pero no pudo, tenía el cuerpo entumecido, adormecido. Cerró los ojos, bañada en sudor pensó que entre todos esos hombres, aquel niño era el único que aún tenía corazón. Quería preguntarle por qué lo hizo. ¿Quizás era un amor secreto?
– Entonces quiero pedir al menos… que se me excuse de participar… – dijo entre sollozos el joven bufón, que tampoco se había movido.
– ¡Calla!, ¡No te puedo excusar de nada! Porque… no sé quién eres, y nadie debe saberlo –Chillo implacable la gruesa voz.
No, no fue una cuestión de amor ni piedad, solo fue miedo; miedo a una pesadilla que un chiquillo quería evitar tener que vivir.
– SI nadie tiene algo más que decir, procederemos a dar un dictamen. ¿Alguien se opone a que sea castigada según las leyes que nos rigen, aquella que cometió tan horrible crimen?
Silencio.
¿Horrible crimen?, ¿Es que acaso ellos no sabían? No, claro que lo sabían, pero ahora callaban, lo supieron siempre, pero ahora callaban. Quizás algunos hacían lo mismo. Sí, era por eso, sino la condenaban sería como aceptar que ellos eran culpables, y también merecían ser castigados.
– El día de mañana, al atardecer, se cumplirá la ley –dijo la trémula voz, solemnemente– deberá ejecutar el castigo establecido el familiar más cercano de nuestro hermano perdido.
El pobre muchachito no pudo evitar un temblor brusco al escuchar esas palabras, un temblor que pareció un baile obsceno, seguramente imaginando la tarea que le esperaba.
Sintió piedad, una piedad casi maternal; nunca se había sentido así, y nunca más podría hacerlo, jamás sería madre, jamás sería nada.