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LA CARTA DE LUCÍA - por Carmen Alagarda

LA CARTA DE LUCÍA

Como cada año la algarabía de la calle, se colaba entre las rendijas de las viejas persianas. Sonaban acordes lejanos desafinados, mezclados, entre risotadas y el griterío de la gente. De fondo, el ruido atronador de los fuegos artificiales iluminaban el cielo, las girándulas con su rodar frenético, daban una explosión de luz cegadora. Nada era lo que parecía. La locura contagiosa de máscaras y disfraces, anunciaban definitivamente la llegada del carnaval. Seis días y siete noches, antes de la cuaresma, sacaban de su marasmo habitual a toda la población. Viviendo un paroxismo febril.
Lucía se atusó sus rizos negros, recogidos en su nuca. Y apretada bajo su capa salió a la calle. Sus grandes ojos negros, destacaban una belleza enigmática y fría como la muerte.
Con andar rápido se cruzó con grupos de personas, riendo y cantando. Sin destacar y casi de forma anónima se perdió entre la muchedumbre. Traspasó el puente dormido y ahora entrando a la derecha, y ahora a la izquierda, llegó a casa de Floro, donde la estaban esperando. Alrededor del fuego, ajenos a lo que en la calle hervía. Tres personas….
Sin levantar la cabeza, ni decir una palabra le tendieron una mano con un sobre lacrado.
Y sin decir una palabra. Salió. La bruma espesa que llenaba la calle, la acompañó hasta su casa. Olores de la noche mezclados. La pólvora recién quemada y las fritangas de los puestos de comida y alcohol indicaban donde se concentraba el calor de la fiesta. Entró en la casa desierta. Sintió que la lámpara encendida se convertía en su mejor aliada. Se acercó al fuego de la chimenea, respiró profundamente y abrió la carta. Leyó. De pronto, como si miles de hormigas recorrieran sus venas y su piel entera, se dejó caer laciamente sobre el respaldo del sillón. La misiva decía así:
“Cuando la luna nueva aparezca, después del miércoles de ceniza, tú cuerpo nos pertenecerá y tus horas ya no contarán”. Un miedo convulso se apoderó de ella. Cerró los ojos con sus manos frías. Y pensó… Sé lo que he vivido y cuando moriré. Tengo tiempo para hacer el equipaje.
A pesar de su frívolo pensamiento, se sentía asustada y perdida. Despertó, antes del amanecer entumecida, con la cabeza embotada. Sus ojos hinchados marcados con unas grandes ojeras, declaraban abiertamente que había llorado hasta que el sueño la venció. La carta, seguía en su regazo. Si me voy quizás me salve. Si me escondo. Si huyo. Si… si… Todos sus síes, eran noes. Entonces le vino a la mente que la única persona que la podía ayudar, era una vieja a la que llamaban Soncta. Sus conjuros, hechizos y taumaturgias la alejaban del resto del mundo. Sólo acudían a ella, cuando buscaban su magia. Cogió la nota y salió decidida a verla.
Por las calles vagaban gentes todavía embutidos en sus disfraces, otros dormían donde la noche les había dejado. Llegó a casa de Soncta y desde dentro oyó. ¿Quién es…? Vengo a verla.
¿Qué quieres? No doy limosna, ni la pido. Así que vuelve por dónde has venido…
Seguía allí de píe con la nota en su bolsillo. Y aterrada dio un paso atrás, pero no se podía ir.
Por favor, rogó. Mi vida va en ello y La puerta se abrió. Entonces, apareció una vieja con el pelo canoso, recogido en un moño en lo alto de su testa. Su mirada escrutadora la recorrió de arriba abajo. La invitó a entrar. Se sentaron en una sala donde recibía a sus pocas visitas. Una calavera, velas de diferentes colores y la poca luz creaban un ambiente siniestro, espectral. Lucía le enseñó la carta. Soncta. La leyó. Y mascullando dijo. Mala cosa, niña, mala cosa… Tendré que prepararte, para el viaje. No quiero viajar. Como si no hubiese oído nada, continuó. El precio será caro. Más caro sería pagar con mi vida. Bueno, quizás, quizás…
¿Estarás dispuesta a pagar con tu alma? Piensa bien tu respuesta, él se la lleva y no hay vuelta atrás. Señalando una imagen de Lucifer. Volvió sus ojos a los de ella. Y sentándose en su sitio. Asió sus manos. Y en un deliquio sobrecogedor, invocó al dios de las tinieblas en un lenguaje ininteligible. Sintió como algo salía de ella, con tanta fuerza que se desmayó. Cuando todo terminó. La mirada de Lucía yacía sin vida. Ya no sentía miedo.
El carnaval de su vida había llegado a su fin.