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Pasillo francés - por Isabel

Web: http://quesoenporciones.blogspot.com

El vaho que generó la reciente ducha no le impedía descubrirse desnudo ante el espejo. Esa noche por fin conocería el nuevo local. Por fin caras nuevas.

Se dirigió al vestidor, donde había dejado preparado el disfraz con todos los complementos. Ella, vestida, observaba con admiración cómo se enfundaba cada prenda.

Sobre una de las cómodas esperaban dos máscaras venecianas.

El taxi les dejó en la misma puerta. La discreción era su más fiel aliada, y no era el día ni el lugar para hacer una excepción.

Se colocaron en la barra, desde allí divisarían mejor el ambiente.

–¿Crees que ha sido buena idea estrenarnos aquí el día en que hay fiesta de máscaras? Va a ser un poco difícil establecer contacto visual así…

–Que sí, mujer. Relájate y disfruta. No te hagas la nueva…

Una risa condescendiente sucedió al primer y largo sorbo de la cerveza. Era el mejor.

La camarera deslizó hasta la pareja un papel doblado por la mitad.

–No puedo revelarles el remitente –dijo.

«Tú y yo y ella con él. La primera sala después del pasillo francés».

Tras una mirada mutua de confirmación, apuraron las cervezas y se encaminaron. La pista de baile precedía al pasillo en cuestión. No evitaron detenerse unos instantes en los atractivos agujeros. Ambas paredes filtraban pequeños haces de luz que junto con la música, se convertían en un fuerte reclamo para unos ojos ávidos de imágenes renovadas.

Más adelante, en un lateral, una salita se abría paso. La decoración, minimalista y certera, la completaban otros dos enmascarados.

–Veo que habéis recibido la nota –dijo una voz femenina y sonriente.
–Espero que también os quedéis –dijo su acompañante.
–Y nosotros que la curiosidad no mate al gato.

Los cuatro rieron exageradamente.

Una copa llevó a otra, y otra dio paso a las risas, con las risas vinieron los intercambios de sofá y con ellos las primeras caricias furtivas.

–¿Os parece si nos dividimos y pasamos a un lugar cerrado? –dijo la remitente.
–No veo por qué no –respondió la otra mujer.

En la oscuridad tenue de las habitaciones, las nuevas parejas se despojaban de vestiduras y ataduras, de clichés y estrés.

–Espera un momento, no te quites la máscara, dejemos algo de magia –dijo él.
–¿Cómo sabré que eres tú si coincidimos de nuevo?
–Esa es la mejor parte: no lo sabremos –contestó mientras alzaba su cuerpo asiéndolo por la cintura y lo sellaba contra la pared sin dejar ni un beso de lado.

–¡Oh, mierda!

El ímpetu hizo que no se percatara del trasnochado gotelé, que le dejó en el dorso de la mano varios hilillos de sangre. Ella insistió en lavar la herida, pero no había cabida para la pausa. Se sentía motivado como nunca y ella le correspondía con sumisión.

[…]

La mañana llegó antes de lo deseado. Pocas horas de sueño emborronaban el camino al trabajo. El tiempo apremiaba y la impuntualidad era inadmisible, como tantas cosas en el despacho. Cuando llegó, lo esperaban impacientes el continuo sonido del teléfono y su jefa con un sinfín de tareas.

–Pase a mi despacho, haga el favor. No se entretenga.

Se quitó la chaqueta con cuidado, aún le dolía la mano.

–Tome asiento, hoy hay bastante que despachar.

Mientras taquigrafiaba las misivas, sus ojos, distraídos por la mecánica labor, se desviaron hasta el bolso de deporte que asomaba entre la mesa y la pared. Entre las cortinas, le parecía ver lo que no podía creer. Escudriñando la imagen, su corazón comenzó a latir con fuerza, era imposible que fuera cierto, sus manos empezaron a sudar, parecía que no pero sí, sí que era, inconfundible, no podía haber otra máscara como esa, conocía cada centímetro, lo tenía reciente. Maldijo el volumen de la música y el jadeo de alcoba, que distorsionaron sus voces. El bolígrafo se escurrió entre los dedos húmedos y rodó hasta los pies de ella. No fue lo suficientemente veloz. Ambos coincidieron en el objetivo.

–Tiene una buena herida en la mano. –Sus ojos, llenos de doble sentido, inquirían al secretario–. ¿Le puedo preguntar cómo se la ha hecho?

–Preferiría que no, muchas gracias. –No sabía adónde mirar, ser conocedor de tales gustos privados de quien le pagaba el sueldo lo ponía todo patas arriba. ¡Todo!

–En ese caso me temo que hoy se nos va a hacer tarde. Llame a casa. Que no le esperen a cenar.

De nuevo, el bolígrafo se deslizó entre los dedos sin fuerza.