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Carnaval veneciano - por lunaclara

Web: http://mhelengm.blogspot.com.es

Abriendo de forma sistemática todas las cartas que mi compañero de despacho había colocado encima de mi mesa, me encontré con una muy peculiar. Alguien defendía saber el verdadero origen del famosísimo carnaval de Venecia y se aventuraba a decirme que me vendría muy bien tenerlo en cuenta para la tesis en la que estaba enfrascada desde hacía ya más de un año. El origen del carnaval de Venecia… tema polémico en el que yo permanecía bloqueada sin atisbos de encontrar una mísera luz, a través de la cual poder seguir avanzando en mi estudio. Estaba perpleja. Esa persona desconocida anexaba a su mensaje el siguiente manuscrito, a la vista bastante estropeado por el inevitable paso del tiempo.

"Venecia. Siglo XVII

La última vez que vi la luz fue en la casa de mi señora. Ese día tuve que vaciar las bacinillas, con tan mala suerte que resbalé y caí. Desde entonces, al igual que el contenido de aquellos orinales, vagué como una pordiosera por las calles de Venecia.

Me arrastré durante días; estaba sucia, olía mal. Ni las aguas que cubrían la ciudad tenían ya la capacidad de limpiarme. El suelo empedrado resudaba humedades, y el frío, que roía mis huesos, no se iba nunca.

Una noche sentí vergüenza y miedo. Las estrellas titilaban sobre el agua de los canales, por los que, horas antes, los más afortunados habían paseado su amor en góndola. El silencio atravesaba los puentes. También en mi lánguido corazón había silencio.

Cerca de la basílica de San Marcos oí risas que escapaban generosas por las ventanas de un gran palacio. Tiritando me acerqué a uno de sus pórticos y, empujada por la curiosidad, entré. Una espaciosa estancia acogió mis despojos. Majestuosas pinturas cubrían sus paredes. Las cortinas caían poderosas sobre el suelo de mármol blanco. Hermosas mujeres, vestidas de seda y oro, bailaban al compás de la música, llevadas de la mano por elegantes caballeros, ataviados con trajes cuyos colores nunca había visto. Todos se prodigaban sonrisas, embriagados quizás por su propio placer. Deseé ser como ellos, no una sombra vaga e imperceptible.

Nadie me vio. Nadie no. Solo él se fijó en mí. ¿Por qué se acercaba? Quise cubrir mi cara, taparme, esconder mis suciedades. Con el extremo de una cortina me oculté parcialmente.
— ¿Quién eres? — me preguntó, amablemente, sin apartar sus ojos de los míos.

No contesté, pues no me acordaba. Yo era la de las bacinillas, poco más. Hizo ademán de apartar la cortina, pero no le dejé. El joven respetó mi silencio y volvió a su fiesta. Ya no quise apartarme de él. Le acompañé muchas noches desde aquella cortina, hasta que una vez se acercó tanto a mí que pude sentir su aliento en mi mejilla. Vestía un traje blanco impoluto.
— Te he traído un traje y bailarás conmigo — me susurró al oído.
—¡No puede ser! ¡Me descubrirán! — gemí, aunque anhelaba compartir con él aquellos bailes.
— Tengo una idea.

Me mostró un vestido blanco con luz propia, sí, una luz que había olvidado. Me atavié con él y, trencé mi pelo. Entonces, colocó un curioso, pero bello, objeto sobre mi cara.
— ¿Qué es esto? — pregunté, tocándolo con las manos. Salvo los ojos, el resto de mi rostro era cubierto por él.
Atónita contemplé que él hacía lo mismo; con una careta ocultó sus facciones.
— Ven, bailemos. Ahora tú y yo somos iguales. No tengas miedo.

Cogió mi mano y me adentró en su mundo. Sus rítmicos movimientos eran admirados por todos los presentes. Yo, en éxtasis de pura felicidad, me dejaba llevar. Estaba segura de que era la envidia de todas aquellas damas que, extrañadas, observaban el peculiar atavío.

Las noches no pasaron en balde y, poco a poco, todos imitaron nuestro atuendo: caretas y máscaras eran de presencia obligada en aquel suntuoso palacio.

Pero mis fuerzas flaquearon, y dejé de asistir a esos bailes; la luz había salido a la calle a buscarme. Yo aún no quería ir; mi amor era de edad temprana, así que me escondí. Mi joven enamorado buscó por los canales, atravesó todos los puentes, recorrió calles y plazas, hasta que al final me encontró y ya no pudimos separamos nunca. Juntos recorrimos aquel tramo imperceptible que nos separaba de la luz.

Todos los años, en aquellos mismos días helados, los venecianos conmemoran nuestro encuentro, paseando por las calles de Venecia con los trajes y máscaras de antaño; cantando y bailando, todos iguales."