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De la sala al tocador - por Zelfus

El collar llegó sonriendo en el cuello de su dueña, mirando con suficiencia a su alrededor. Habían entrado en la que ahora sería su nueva casa. En el cuarto, un poco desarreglados en un cajón, otros collares lo saludaban con una mezcla de comprensión y melancolía. Él no se dignó a devolver el saludo, sino que se mantuvo altivo hasta que, en la noche, la dueña lo puso con sumo cuidado en su estuche de felpa. Soñaría con el espléndido carnaval de ese día.

Salían todos los fines de semana a las casas de las amigas de la dueña. Tan pronto como lo veían, lo tomaban para admirarlo de cerca. Luego empezaron a salir todas las noches: iban a bares, a fiestas, a importantes reuniones. Un día, otro de los collares, de mal humor, le dijo que no se vanagloriara tanto, que todo tenía su tiempo. Él era el centro de atención y eso les daba envidia. No oiría insultos menores cuya intención desconocía.

Aunque las salidas se hacían más frecuentes (había empezado a llevarlo al trabajo), ya no hacían comentarios sobre el collar. Él se esforzaba por mostrarse cada vez más hermoso pero no parecía generar ningún efecto. Por eso se emocionó mucho cuando, luego de unos meses, una personita se quedó señalándolo. Estaban en una aburridora reunión familiar en las que hay mucho más por hablar que por hacer. Se sintió halagado cuando la niña lo tomó en sus manos, pero al instante se sorprendió al ver que la dueña la dejaba hacer. La señora se lo quitó del cuello y se lo dejó a la niña. El collar pensó que podía ser interesante tener una nueva dueña, hasta que empezó a notar que no era muy delicada en el trato: lo arrastraba, lo golpeaba, ¡lo probaba en cuanto cuello encontraba! Estaba profundamente indignado. Afortunadamente fue algo momentáneo porque al finalizar la reunión, volvieron a casa.

Estaba agotado, extenuado. Lo último que quería era verle la cara a los otros collares con esas sonrisas de triunfo, que se expandirían sin duda al verlo en ese estado. Pero no había nada que hacer. Hacía unas semanas que no lo guardaban en su caja sino en el cajón, con los demás.

– ¿Qué te pasó? ¿Dónde está el dijecito? –preguntó uno de los collares-.
– ¡No puede ser! –exclamó al notar que había perdido uno de sus dijes, seguramente al jugar con la niña…-.
– Es algo normal –dijo otro-. Debes estar agradecido porque no te perdieron.
– O porque no se puso a jugar baloncesto –completó un tercero amargamente-.
– ¿Qué tiene el baloncesto? –preguntó él nerviosamente, al recordar la cita del siguiente sábado-.
– Uno de nosotros fue a un partido, pero sólo volvió un pedazo. Nadie sabe lo que puede pasar ahí –respondió el primero con resignación-.
– ¿No le han hablado del… ejem… carnaval? –completó el tercero-.
– ¿Cuál… carnaval? –se atrevió a preguntar aunque no quería saber la respuesta-.
– Cada año, por éstas fechas, la señora va a un carnaval. Es el momento más importante del año, donde tiene que deslumbrar con sus brillantes. Es cuando trae a alguien nuevo y los demás nos unimos a verlo ufanarse de su suerte, pensando que es el rey del mundo.

Ahora todo tenía sentido. Había hecho las cosas mal al nunca preocuparse ni escuchar a aquellos que habían pasado por todo esto. Por ahora tendría que concentrarse en el partido del sábado para que no fuera el último en su vida.

Después de sobrevivir de manera un poco aparatosa a las maneras bruscas de comportarse en el evento deportivo, las cosas habían vuelto a normalizarse: salían frecuentemente y no había niños que lo maltrataran. Podía sonreír, aunque ahora se había abierto a sus compañeros collares. Los empezaba a considerar sus amigos. ¡Tenían tanto en común!

Ese día fue un día de descanso. Tuvo la oportunidad de conocer más historias de otros como él, y de otros dueños no tan bondadosos. Haría lo posible por mantenerse en la misma casa porque de sólo recordar el tiempo en las manos de la niña, sentía que se le aflojaba el broche. Entonces vio a la señora llegar en un traje nuevo color lila, lleno de visos de colores y con encajes y lentejuelas por doquier. Alrededor de su cuello y bajando por el pecho hasta el final del plexo, un reluciente collar con una amatista en el medio, miraba con suficiencia. Él se sintió usurpado, traicionado. Ya habría tiempo para la comprensión y la melancolía.