Cookie MonsterEsta web utiliza cookies. Si sigues navegando, entendemos que aceptas las condiciones de uso.

Do you speak english?

¿If you prefer, you can visit the Literautas site in english?

Apuntes, tutoriales, ejercicios, reflexiones y recursos sobre escritura o el arte de contar historias

<< Volver a la lista de textos

Almas que se pierden - por Luciano Sívori

Web: http://www.viajarleyendo451.blogspot.com/

Era esa misma conversación. Esta vez, tres hombres hablaban al respecto. Jugaban póker en una mesa redonda, adornada con algunos vasos de vino fino y unas alhajas exquisitas. “Hay algo raro en este barco”, había dicho quien, indiscutiblemente, lideraba la charla.

Afuera la humedad helada hacía indetectable cualquier rastro de pisada. Era una noche sin luna, acompañaba por una niebla que se abrazaba del barranco para no desprenderse de la cima. Bebí un sorbo de mi whisky (callado desde la barra) y hurgué por dinero entre mis bolsillos mientras caminaba hacia mi objetivo.

Eché un par de billetes al pozo y pregunté si les molestaba que me uniera al juego. Me aceptaron con una esperada cordialidad (a fin de cuentas, vestía traje y corbata) y me presenté como Robert Ballard, su fiel servidor. Pocos segundos después, continuaron con su debate:

– ¡Estás demente! – dijo el que fumaba un habano –. ¡Ni siquiera Dios podría hundir esta embarcación!

– Hay malos augurios – respondió otro – la noche está muy cerrada; invita a la maldad adentro.

Se trataba de un viaje largo. Para muchos: interminable. El clima no favorecía el ánimo de la tripulación, pero era más que propicio para difundir mi verdad.

– Los que afirman que este bote está condenado, tienen toda la razón – expresé, finalmente, en un tono de misterio. – ¿Saben qué es lo que se esconde en uno de los compartimientos? Es el diablo. El mismo diablo está a bordo, y tiene pensado llevarse todas y cada una de nuestras almas.

Los tenía. Ninguno podía siquiera pestañear luego de aquella revelación. Con las cartas en una mano, me levanté de mi silla y decidí comenzar mi show. Les relaté la increíble historia de Lucifer acompañando nuestro viaje por el océano. Se transformaba en mujer para seducir a los hombres, en anciano para ablandar el corazón del avaro, y en niño para provocar ternura en las señoras mayores. Su mejor truco había sido convencer al mundo de que no existía. Hacía su trabajo con la paciencia de una hormiga, y la devoción de un fiel labrador.

Poco a poco consumaba los pasos finales para su plan.

El individuo del habano rió con fuerza. Primero me había mirado con indiferencia, pero ahora comenzaba a creer la historia (y hasta le empezaba a parecer interesante).

Conté una trama maravillosa, llena de suspenso y terror, que los hipnotizó. Cada tanto debía recordarle a mi audiencia que no se olvidara de respirar. Mientras caminaba en círculos, me acercaba a ellos sigilosamente y tomaba todas sus pertenencias: relojes, joyas y billeteras.

Todo el mundo se fascina con una buena historia y baja la guardia. No hay momento más ideal para tomar el dulce de un niño.

– No es mi intención asustar a tan honorables caballeros – dije – pero esta noche el infierno está vacío, porque todos los demonios están con nosotros. Si me disculpan, he de retirarme por ahora.

Me levanté con rapidez sin poder disimular una gran sonrisa. ¡Qué botín! Mis pobres habilidades en el juego eran una pérdida mínima en comparación con aquella enorme recompensa. O ellos habían sido muy ilusos, o yo era demasiado bueno mintiendo.

Estaba regocijándome en mi propia victoria cuando llegó a mis oídos un sonido ensordecedor. El momento justo en el que se desató el caos sentí un fresco escalofrío recorrer mi espalda. 1500 personas corriendo sin rumbo fijo, en un frenesí de anarquía y descontrol.

Mi instinto decidió, contrariamente a lo que yo habría querido, pasar gran parte del tiempo ayudando a mujeres y niños a subir a los botes salvavidas. Incluso, en un acto de suma generosidad (ajeno a mí, eso seguro), cedí mi sitio para que un anciano salvara su vida. “Tal como hemos vivido, así moriremos”, pasó fugazmente por mi cabeza.

“El gran buque insumergible”. ¡Tonterías! Tenía suficiente dinero en joyas para comenzar una nueva vida en los Estados Unidos, y ninguna forma de gastarlo. ¡Qué desperdicio!

Escribo esta carta, a base de tinta y pluma, desde el salón de fumadores. Desconozco quién destapó la botella y se aventuró a leerla. Mi único deseo es que el mundo recuerde a Robert Ballard por lo que fue. Mi vida terminó de forma trágica una noche en la estaba haciendo aquello que más amaba. No. No era robar; nunca lo fue. Pasé las últimas horas de mi vida hablando, maravillando al público con mis cautivadoras narraciones.

¡Oh, qué ironía! Al final, el Diablo –en forma de un mar furioso– se tragó todas nuestras almas.