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El pequeño tesoro - por Cloe Patra

Aicha había perdido la cuenta de los días que llevaban vagando por el mar. El sol ardiente había hecho que perdiera la noción del tiempo, se sentía confundida, ausente, su piel sufría. No había podido moverse de su pequeño rincón en la patera ni para hacer sus necesidades. Afortunadamente, sólo había necesitado orinar, y lo había hecho encima como el resto de sus compañeros de trayecto. Eran demasiados. Lo había visto cuando subieron atropelladamente en plena noche, algunos llorando, otros tropezando, otros riendo, ella agarrando a su pequeño hijo Idrissa, entre sus brazos.
Aicha había contado con la bendición del brujo de su aldea antes de salir, en este viaje hacia Europa, y eso la consolaba pero había algo en su interior que le decía que las cosas no serían tan fáciles y, que le esperaba sufrimiento. No le importaban las penas pues era una mujer fuerte y estaba acostumbrada a trabajar. Lo importante era que su pequeño Idrissa solo la tenía a ella en la vida ya que su padre desapareció a los pocos días de nacer él y nunca se volvió a saber nada seguro de su paradero. Algunos decían que había emprendido el mismo viaje que ella.
Apretados en la embarcación pasaban mucho frío por las noches, tanto que sus compañeros de espacio más cercanos no podían dejar de tiritar. Ella se concentraba en dar calor a su hijo con una pequeña manta que había llevado al viaje. Su pequeño, agua, una manta y algo de fruta era lo único con lo que contaba. Intentaba, desde el principio, pasar lo más desapercibida posible en ese viaje, pues sabía que una mujer sola con un bebé debían tener cuidado allá donde andaran, y esto lo unía a una actitud de fortaleza, por lo menos aparente, para no demostrar a nadie que era una mujer débil. No podía permitir que nadie la viera frágil. Su cara era de pocos amigos y de circunstancias. Por eso, había permanecido alerta todo el trayecto pero después de un par de días o tres de trayecto empezaba a desfallecer.
No podía moverse, pues no había espacio físico. En su espacio cercano tenía a un joven de Mali que había vomitado varias veces y era evidente que no se encontraba nada bien. Había llegado a desmayarse en varias ocasiones. Otro hombre joven que la observaba, constantemente, a ella así como al pequeño Idrissa. Ella creía que los miraba con compasión y esperanza y que su mirada era clara y bondadosa, aún así no iba a bajar la guardia con nadie. Y, por último, la persona que le daba justo en la espalda, se trataba de otra mujer, la única a parte de ella en la embarcación, que viajaba con dos niños que debían tener unos 8 o 10 años, calculó Aicha. Los niños habían estado muy inquietos al principio del viaje, causando problemas entre el resto de pasajeros, y la madre había recibido increpaciones por ello, hasta que finalmente los niños, vencidos, se habían dormido y parecía que pasaban así la mayor parte del tiempo. Mejor para todos.
Aicha había visto durante el primer día que el chico de Mali llevaba un anillo, al parecer de oro, en su mano derecha. Se preguntaba cómo podría haberlo conseguido pues si era auténtico valdría una fortuna. Lo suficiente como para empezar en tierras nuevas, para poder tener algunas facilidades al llegar. Por lo menos ese hombre tenía algo. Ella solo llevaba un teléfono de un primo suyo, que se suponía la ayudaría, si conseguía llegar con vida la costa de Murcia.
Al caer la noche volvió el frío y las tiriteras entre los pasajeros. Su hijo volvió a quedarse dormido y ella lo abrazó más fuerte para que notara lo menos posible la dureza de ése tiempo en alta mar. Antes de cerrar sus ojos, para tratar de descansar algo, observó que el hombre de Mali yacía y que su expresión, así como la lasitud de su cuerpo, parecían indicar lo peor. Estaba segura de que estaba muerto…no pudo evitar mirar alrededor, permanecer en silencio unos minutos y al comprobar que todos parecían dormir, acercarse quedamente a su mano derecha, sacar el anillo de oro y guardarlo en su pecho.
Después de ésto, Aicha abrazó fuerte a su hijo, miró al cielo unos instantes y empezó a dedicar una oración, no sólo por el chico de Mali, si no por la vida de todos ellos.