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Albert Linus - por Marc Delacroix

Albert Linus

Estaba completamente seguro de que lo único que le separaba de su destino era aquel inmenso océano. Durante años había soñado despegar de sus raíces en busca de prosperidad (o, bien, por qué no admitirlo; fama, riqueza y placer). Pero, no se dio cuenta hasta entonces, con el viento golpeando su rostro, que tanta lucha había resultado insatisfactoria. Los gritos aterradores que procedían del camarote contiguo, sobresaltó su hilo de pensamientos.

– ¡Mi hijo! ¡Se lo han llevado! ¡Mi pequeño, está indefenso! ¡Me lo han robado!

La cordura finalmente, provocó la pizca de valor correspondiente para que fuera a auxiliar el llanto. La puerta se encontraba abierta, así que, decidió traspasar el umbral. La joven mujer gritaba tumbada en la cama. El manto en el que se hallaba envuelta estaba manchado de sangre, así como las manos escuetas de ella.

– ¡Ayúdame! – le pidió a voz en cuello – ¡Se han llevado a mi pequeño! ¡Me lo han quitado!

Las manchas de sangre se alejaban a través de la madera y, por el corredor del pasillo, hacia la cubierta superior del barco. Sin mediar palabra, ascendió por las escaleras, tras las huellas de zapatos sobre manchas de sangre que barnizaban la decoración.
En el exterior, todo era silencio, siquiera podía percibir la voz de sus pensamientos que le alertaba sobre el deber de avisar al capitán y regresar a su habitación. El viento gélido le abofeteaba el rostro, aunque era demasiado tarde para lamentarse por ello.

En la proa, pudo ver una silueta oculta tras un manto oscuro. El hombre con el rostro oculto dio la vuelta y quedó contemplándole.

– Esperaba que vinieras – le dijo, con un toque macilento en la voz – Tiene razón. Ha hecho una buena elección contigo.
– ¿Quién eres? – preguntó el chico – ¿Dónde está el crío?
– Así que es por eso por lo que vienes. Bueno, te puedo ahorrar la búsqueda.

El tétrico personaje destapó la túnica y, tras ésta, extrajo el feto aún ensangrentado del bebé. Por el tamaño, debería rondar los ocho meses. Aun así, los ojos inertes, se le abrieron y quedaron mirando al joven. La risa gutural del hombre de negro rasgó el cielo que comenzaba a llorar.

– ¿Por qué? – preguntó – ¿Por qué el bebé?
– ¿Y tú lo preguntas? Míralo – ordenó – ¡Míralo! – el grito le hizo estremecerse.

El joven contempló el feto que se descomponía a sus pies. El rostro de éste se transformó lentamente en el de un espectro, al instante que abrió los ojos y quedó contemplando sus mismos ojos reflejados en la putrefacción que emanaba un hedor repugnante.

– ¿Quién eres? – volvió a preguntar, sin apenas ofrecer una mirada al hombre que tenía enfrente.
– Soy tú. ¿No me reconoces? Soy tu quimera, tu propio diablo. Has estado atormentándote durante toda tu adolescencia y ahora es hora de que yo tome el control de tu vida. Ha terminado el juego y has perdido.

La mueca burlona ofreció una serie de gestos más parecidos al odio, que a la satisfacción. Estoy soñando, se dijo. Esto es tan solo un sueño, mañana volveré a la normalidad. Pero, ¿es cierto que vivo atormentado?

– Disfruta de tus vacaciones en el mar – le respondió el chico a su antagónica persona – Adiós.
El cuchillo relució en la oscuridad, antes de seccionar de un tajo firme la arteria aorta, de la que emanó un río de sangre. El hombre bajo el manto lo contempló ensimismado, ahora ya no mostraba ninguna mueca, tan solo el terror dibujado en su rostro. Y así, lentamente, se iba deteriorando; a la vez que su opuesto se deshacía en el suelo, entre jadeos.
No huía por fama, ni por riquezas; no era el Capitán Stubing, tan solo era un iluso que tuvo un sueño que terminó desvaneciéndose, cuan viejo abandona la vida. Ya todo quedaba atrás.

Después de la tormenta llegó la calma y, con ella, la vida del joven Albert Linus.

Marcos Rodríguez Pastora.